La incertidumbre que esconde la matrioska rusa
En una época donde las citas apócrifas de Churchill se han convertido en meme resulta poco original arrancar un artículo con una de las pocas auténticas. Pero si el británico definió a Rusia como “un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma” por algo sería.
En el caso del rugby al menos aplica, pues no es sencillo vislumbrar qué esperar de un equipo con un presupuesto absolutamente obsceno para este nivel (por encima de los 20 millones de euros), capaz de plantar cara a Georgia en Tbilisi y ganar en Rumanía pero también de hacer el ridículo en Bélgica y quedar quinta del REC 2020 tras colarse en un Mundial en los despachos y dar el pego en él cuando nadie hubiera dado un duro por ella.
Lo lógico es asumir que Rusia no es favorita a acompañar a Georgia en el Mundial 2023. Ese título les corresponde a España y aún a Rumanía. Pero su nivel de preparación, staff técnico y disponibilidad total de jugadores profesionales es la envidia del resto del Rugby Europe Championship. Desde la llegada de Igor Artemiev, un personaje próximo al poder, a la presidencia de la Federación Rusa de Rugby el nivel de su campeonato doméstico ha pasado de “profesional” a profesional: de que sólo hubiera algo mínimamente serio en la siberiana Krasnoyarsk y el resto de rivales tuvieran poco cuidado por todo lo que rodea al rugby, a que hayan emergido alternativas serias en la Rusia más europea. Ahora mismo el número de jugadores en la selección rusa que militen en Enisei-STM o Krasny Yar no llega al 50%; en 2017 Rusia arrancó la clasificación mundialista con casi un 80% de jugadores siberianos.
Las razones para explicar este fenómeno son múltiples y no todas estrictamente deportivas. Ese esfuerzo por llevar al rugby a donde está el dinero en Rusia ha empujado a jugadores como Vasili Artemiev, convertido en una suerte de Jaime Nava local, mitad jugador de rugby, mitad estrella de televisión, a fichar por el CSKA de Moscú (más nombre que realidad deportiva hoy por hoy). Pero también da la sensación de que tras coger un equipo de prestado para el Mundial 2019, el seleccionador Lyn Jones busca rodearse de jugadores de confianza y dejar atrás la influencia de su antecesor Alexander Pervújin, quien no duda en atizarle de cuando en cuando por los escasos resultados hasta ahora cosechados (apenas un tercio de victorias desde la llegada del galés a pesar de un importante incremento de los recursos federativos). Unas críticas también habituales entre los aficionados locales, pese a lo cual Jones mantiene la confianza de quienes toman las decisiones en el rugby ruso.
Prueba de este respaldo es la llegada el pasado otoño de nuevos entrenadores asistentes de primer nivel. La delantera rusa es ahora dirigida por Boris Stankovich, procedente de Leicester Tigers como especialista en melé, y el escocés Carl Hogg, encargado de buscar cómo frenar el touche-maul español. Lo cierto es que su trabajo tuvo bastante que ver en que Rusia saliera bastante airosa de su visita a Georgia en febrero, continuando con una evolución bastante evidente en esta selección: de generar la mayor parte de su peligro con una tres cuartos marcadamente seven a estabilizar su juego y adaptarlo a la realidad del XV... y posiblemente a lo que todo el mundo espera cuando se habla de rugby y una selección del este de Europa. La única licencia moderna, bastante uso del juego al pie, no siempre con acierto. Más aburrido, pero en teoría más efectivo.
Si Rusia lograra aunar esas dos caras, podríamos estar hablando perfectamente del equipo más equilibrado del Rugby Europe Championship. Pero de momento se trata simplemente de un equipo más sólido que antaño (algo lógico cuando sus mayores figuras han pasado de estar atrás a la delantera, donde brillan los dos únicos jugadores actualmente en el exterior, Ostrikov y Morozov más algún tercera prometedor aún por pulir) al que le cuesta horrores llevar la iniciativa, lo cual explica en gran medida sus altibajos en la pasada edición del REC.
La sensación es que este clasificatorio mundialista, aún con un calendario ridículamente favorable en el primer año al enfrentarse a Rumanía de inicio (también con liga domestica parada y sin partidos desde el inicio de la pandemia) y a España y Portugal en julio, le llega demasiado pronto (sobre todo cuando son ampliamente conocidos sus esfuerzos por nacionalizar jugadores a medio plazo; de momento sólo aparece uno y de perfil bajo, el galo Luc Brocas) y no está claro cuánto podrá aguantar un proyecto tan ambicioso sin empezar a recoger frutos. Y si algo ha dejado claro Rusia en el pasado con sus diferentes selecciones de rugby es que no digiere nada bien la presión.
Texto Valerio Orive Fotografía Domingo Torres
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