Los convalecientes del Pequeño Heysel deben reflexionar
Nadie
desde su casa puede entender lo que debe significar perder la
oportunidad de disputar un Mundial de Rugby y jugar el partido
inaugural. Especialmente cuando tienes el convencimiento más absoluto de
que te han robado esa experiencia, que no se ha producido por agentes
externos y razones que poco o nada tenían que ver con tu desempeño en el
terreno de juego. Un trauma para toda la vida, que no tiene solución
por irremplazable y cuyo duelo tan solo se puede tratar de llevar de la
mejor manera. El problema llega cuando esa necesidad y manera de
afrontar el duelo chocan frontalmente con el bienestar de quienes más
quieres.
Algo así
presenciamos en Bucarest con motivo del Rumanía-España clasificatorio
para el Mundial 2023. Los mismos hombres que han contribuido a que el XV
del León (masculino) protagonice uno de sus periodos históricos de
mayor competitividad amenazan ahora, posiblemente sin ser conscientes de
las consecuencias de sus actos, con dar la puntilla a una década de
proyecto ilusionante. Todo, por no pasar página de una puñetera vez. Por
seguir persiguiendo la consumación de su vendetta personal en lugar de
dejarla en segundo plano y como mucho poner esa sed de venganza al
servicio del grupo y del objetivo común.
No
es justo que seamos ahora hipócritas. Una de las grandes aportaciones
de la vía hispanofrancesa fue dotar de espíritu guerrero a la selección
española. Atrás quedaron episodios bochornosos en los que cualquier
jugador nacido en un país que lindara con el Mar Negro se choteaba del
primer español que encontraba en el campo. Si había que liarla como en
Pro D2 o Fédérale, se liaba caiga quien caiga. Pero eso estaba bien
cuando éramos inferiores y necesitábamos igualar fuerzas. Ahora se ha
convertido en nuestro talón de Aquiles: cualquier rival, especialmente
aquellos con décadas de experiencia en lo de ser cancheros, sabe que
perdemos los papeles en cuanto vienen mal dadas.
En
Ghencea se vio a un equipo muy superior hundiéndose en un barro
absolutamente metafórico, pues las condiciones del terreno de juego
fueron más que dignas, arrastrado por un grupo de jugadores a los que
las ganas de vendetta les pesaron más que su inmenso talento y
veteranía. El capitán, el primero. No es tolerable que Fernando López,
en su 50ª cap y cuando parecía al fin haber sentado la cabeza, al hecho
ya cuestionable de tener graves problemas para comunicarse con un
árbitro en inglés, inicie las hostilidades, participe de la locura
colectiva y sea incapaz de ponerle fin. Inaceptable.
De
nada sirvió que Alvar Gimeno nos iluminara la senda nada más abrirse el
segundo tiempo. Nuestros delanteros ya iban cegados y contagiaron a los
que tienen esa herida de 2018 abierta de par en par, en lo que viene
siendo un guion repetitivo cada vez que España considera que el árbitro
está equivocado, juegue quien juegue (recordemos el segundo partido en
Uruguay en noviembre de 2020). Como si alguna vez a un árbitro de
cualquier deporte le hubiera caído en gracia un deportista por ser tan
sumamente pesado en sus quejas.
Pocos
reproches deportivos se pueden hacer a los veteranos que siguen en el
equipo tras los hechos de 2018. Quizá el único que no esté a su nivel
sea Charly Malié, algo que viene de lejos tanto en la selección como en
su club. Pero sigue siendo válido, al igual que el resto. Pero si con su
edad y veteranía no son capaces de entender que sus traumas no pueden
pasar por encima del objetivo común y el bien del rugby español, quizá
es hora de plantearse dejarlos en casa. Del mismo modo que la FER ha
dejado probada constancia de ser administrativamente una chapuza, en el
campo nos hemos ganado una fama de marrulleros muy alejada del rugby de
movimiento que vende Santiago Santos. Y poco o nada tienen que ver el
staff en ello: junto a las nuevas hornadas de jugadores, tanto locales
como incorporados, los entrenadores son los primeros perjudicados.
¿Jugamos
feo? ¿No explotamos nuestro potencial? Ya, pero se trata de la misma
receta exitosa en los últimos tres años. Y que hasta estuvo a punto de
salir bien en Bucarest incluso en inferioridad. Porque la realidad es
que regalamos un partido que estaba donde queríamos que estuviera hasta
que todo explotó, sin que la Rumanía más ramplona en veinte años
pareciera tener capacidad de aguantar los cambios una vez se produjeran.
La diferencia estuvo en el comportamiento de cinco o seis jugadores, no
en el planteamiento táctico por muy discutible que nos pueda parecer
desde hace meses.
Ahora,
con un escenario que en cualquier otro momento parecería estupendo
(bonus defensivos contra Georgia y Rumanía), el XV del León se ve con el
agua al cuello, debiendo afrontar una visita difícil a Portugal con un
equipo mentalmente fuera de sí y probablemente dividido, además de a la
espera de confirmar ausencias probables dado que ahora sí se toma nota
mediante videoarbitraje de todo lo que sucede en el campo. Resulta
imperativo que alguien se siente con los López, Pinto, Rouet o Malié y
les haga entender que además de cerrar sus heridas, en este
clasificatorio el rugby español se juega mucho: no desaprovechar una de
las mejores camadas recientes de jugadores locales (1994-1997), no
espantar a los recién incorporados y no dar alas a quienes ven agotado
el único modelo posible en nuestro contexto tan particular y pretenden
vender castillos en el aire sin que se sepa muy bien cómo financiarlos y
sostenerlos.
Texto Valerio Orive Fotografía Razvan Pasarica / FRR
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