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Un encuentro para enfretarse a la realidad


España cayó por 24-61 ante una Irlanda A, una selección de desarrollo que, sin estar plenamente conjuntada —por razones obvias—, impuso una receta tan vieja como eficaz: jugar rápido, sencillo e intenso. Fue una primera parte sin paliativos. El segundo equipo de Irlanda barrió a Los Leones con jugadores de enorme nivel: varios titulares en franquicias de peso como Ulster o Connacht, y otros jóvenes de Leinster y Munster que ya empujan desde la segunda línea del sistema. En conjunto, un equipo bien trazado, muy potente adelante y atrás, que refleja el fondo de armario y la solidez estructural del rugby irlandés.

Y, sin embargo, en esa fortaleza también asoma cierta incoherencia de fondo: un sistema que ha producido una generación de jugadores mucho más variopinta y completa, pero que sigue empecinado en depender del eje Leinster y en estirar el ciclo de una generación veterana. Irlanda tiene recursos sobrados para renovarse, pero parece más preocupada por sostener un modelo que todos intuimos ya agotado, un modelo triunfador en términos de estabilidad, resultados y excelencia competitiva, que ha alcanzado ya la cima del rugby mundial, pero no su cumbre simbólica, la que solo da un Mundial y que necesita anticiparse en su regeneración para evitar una caída excesivamente dolorosa. 

Lo sorprendente no fue tanto el resultado como la forma. Todos esperábamos —aunque pocos lo admitieran— algo más sofisticado de Irlanda A: un rugby más elaborado, más “de laboratorio”. Y, sin embargo, lo que vimos fue la perfección de lo simple. Ataques con una o dos cortinas como máximo, con uno o dos señuelos muy bien elegidos en el momento y en la resolución, suficientes para atraer la defensa interior y abrir después el espacio exterior. No hubo florituras, pero sí claridad en las trayectorias, convicción en las carreras y precisión en la ejecución. 

España apenas tuvo posesión en la primera parte. Fue arrollada por el ritmo y la continuidad del rival, sin tiempo para recomponerse ni imponer fases largas. Aun así, se mostró muy sólida —y por momentos superior— en la melé, una de las pocas áreas donde consiguió imponerse con regularidad. Más allá del touche-maul, que produjo dos ensayos en la primera parte, España no logró explotar toda la riqueza táctica que venía mostrando en el lanzamiento desde lateral, ni conectar su juego a partir de ahí con la fluidez que había caracterizado actuaciones recientes. 

En la segunda mitad el guion cambió ligeramente: España mostró carácter, orgullo y mejor gestión del balón. Llegaron el ensayo de salida de melé de Imaz y otro tras una buena secuencia en 22 resuelta por el exterior, ambos reflejo de una actitud más proactiva y ambiciosa con la posesión. Pero la distancia global fue evidente. Irlanda A jugó varios peldaños por encima: más ritmo, más sincronía, más oficio. Y dentro de esa simplicidad aparente, la toma de decisiones individual marcó la diferencia. Ben Murphy y Harry Byrne manejaron con serenidad y criterio a un equipo poco conjuntado, haciéndolo parecer un bloque trabajado.

Lo que distinguió a Irlanda A no fue un sistema maduro, sino la profesionalización del entorno y la naturalidad con que cada jugador ejecutó su rol: peones de un engranaje perfectamente engrasado frente a un conjunto español que ha subido  un peldaño, pero que aún necesita consolidar ese crecimiento. Ese salto pasa por seguir acumulando tiempo de trabajo conjunto, mantener la continuidad del proyecto Iberians y elevar el grado de profesionalismo en los entrenamientos y la competencia semanal, aspecto este quizá el más complicado de todos con la coyuntura actual. Solo así España podrá acercarse al nivel competitivo real que estos partidos exigen. Y entendiendo acercarse dentro del universo de distancia que le separa. Viajemos primero a Marte y luego ya pensemos como salir de la vía láctea.

 


La defensa española ante una Irlanda implacable

España sufrió enormemente en defensa frente a una Irlanda A que, pese a no ser una selección plenamente conjuntada, aplicó una lógica competitiva feroz. La falta de automatismos colectivos se compensó con jugadores muy superiores en lo físico, en el contacto y en la gestión del ritmo de juego. Irlanda A, en contra de lo que cabría esperar, ofreció menos adornos y un rugby más directo, sin renunciar a sus automatismos básicos, pero buscando el impacto y la continuidad antes que la manipulación de la defensa. 

El plan irlandés fue relanzar y acelerar el juego constantemente, dar amplitud real a los pases y a las plataformas de delanteros, y atacar casi siempre en movimiento hacia adelante. No había intención de tantear a la defensa ni de inducir desajustes progresivos, sino de provocar el desajuste por pura velocidad y agresividad ofensiva. Cada portador atacaba el espacio con determinación, y cada apoyo llegaba para mantener el ritmo. Era un rugby de decisión inmediata, que saltaba las fases intermedias de manipulación y convertía cada posesión en una amenaza real. 

España, ante eso, se vio obligada a correr sin descanso. Con una amenaza constante de contacto y de juego desplegado, el equipo tuvo que desplazarse continuamente de lado a lado del campo, recuperar líneas y volver a organizarse con urgencia. Aunque se fajó con enorme compromiso en el placaje, su capacidad de presionar de forma sostenida quedó pronto desbordada. El nivel de precisión de los señuelos y la calidad de las líneas de carrera irlandesas —que fijaban y arrastraban defensores con enorme eficacia— fueron demasiado para el sistema defensivo español. 

En el fondo, Irlanda A presentó un plan tan simple como ambicioso, más ambicioso incluso que el que suelen desplegar muchas selecciones Tier 1 entre sí: pocos adornos, mucha velocidad, mucha convicción. Y ante eso, España pagó el precio físico y estructural de tener que responder siempre desde atrás. En el juego al pie, la diferencia también resultó significativa. España optó por numerosas salidas largas, que entregaron posesión sin presión y sin opción de disputa aérea, un registro muy distinto al que suele emplear.

Estas patadas, necesarias por la presión territorial irlandesa, permitieron al rival reiniciar su juego con comodidad y mantener la iniciativa casi todo el tiempo. Solo en acciones puntuales —especialmente con Bell, que presionó bien en varias ocasiones— España consiguió incomodar las recepciones irlandesas. Esa asfixia defensiva acabó generando errores importantes. Uno de los más claros llegó en el ensayo del ala irlandés Robert Baloucoune, en una secuencia que ejemplifica la pérdida de claridad española bajo presión: Harry Byrne, desde el apertura en línea de 5, amagó hasta tres o cuatro veces quieto con el balón sin que nadie de la defensa española saliera a encimarle. Tuvo tiempo para levantar la cabeza, elegir y lanzar un pase largo que acabaría transformándose en ensayo.

Ese tipo de acciones reflejan cómo, a medida que el partido avanzó, la defensa española no solo perdió frescura física, sino también lucidez táctica y agresividad. La asfixia de ritmo y de contacto acabó derivando en un colapso de ideas y decisiones, síntoma de un equipo obligado a sobrevivir más que a imponer. 

A todo ello se sumó una diferencia fundamental, la eficiencia en el ruck. Irlanda utilizó como máximo tres jugadores por punto de contacto: el portador, el limpiador y el que aseguraba. Pero incluso en muchas situaciones, cuando el primer limpiador bastaba para ganar el balón, el resto desaparecía en cuestión de milisegundos, recolocándose de inmediato para estar disponible en la siguiente fase. Esa gestión quirúrgica del ruck, con limpiezas contundentes y una liberación inmediata del espacio, permitió a Irlanda A mantener ritmo y superioridad numérica en cada secuencia.

Ahí radica una de las diferencias más visibles entre el rugby profesional de alto nivel y el semiprofesional que quiere andar camino: en cuanto el balón queda asegurado, el profesional top desaparece del ruck; el resto, en cambio, se queda un pequeño tiempo de más. Esa mínima diferencia —una décima de segundo por jugador y por acción— acaba marcando la velocidad global del juego y la fatiga acumulada. El resultado fue una primera parte en la que España se vio completamente arrinconada, defendiendo a contrapié y con el balón siempre lejos del control propio. No fue una cuestión de actitud —la entrega fue total—, sino una diferencia de ritmo, de hábitos y de intenciones: Irlanda jugó a acelerar el juego; España, a resistirlo.

 


Lanzamiento del juego a partir de fases estáticas

El saque de lateral. En esta ocasión, la efectividad del saque de lateral no alcanzó los niveles habituales. España completó 8 de 11 saques en total, un porcentaje algo inferior a lo que venía mostrando en partidos recientes. Si bien el touche-maul volvió a ser un recurso productivo —dos ensayos en la primera parte llegaron por esa vía—, el lanzamiento del juego a partir de las touches no tuvo la fluidez ni la riqueza táctica esperadas y/o deseadas. En gran medida, esto se debió a la buena presión defensiva irlandesa sobre el salto y la recepción, que forzó varios errores y limitó las acciones posteriores al lanzamiento.

El patrón observado fue muy similar al empleado por Iberians, con ligeras adaptaciones. Saltos en zona media (zona 4) como punto de referencia principal, buscando proyectar el juego hacia fuera y activar los movimientos en el canal del 12, donde España suele generar sus primeras maniobras de ruptura o de fijación. En este punto, Irlanda interpretó muy bien el plan español, cerrando con rapidez esa zona de impacto y atacando el placaje con enorme eficiencia. El resultado fue que la primera maniobra de generación de juego quedaba casi siempre coartada, sin posibilidad de continuidad ni de creación de superioridad numérica. 

Saltos más esporádicos en zona 6, en las inmediaciones de la 22, concebidos para atacar el canal 1 o el cierre del agrupamiento con apoyos cercanos. Sin embargo, fueron precisamente esas touches las que más dificultades presentaron. Irlanda, con un scouting sencillo pero muy eficaz, focalizó su presión en obstaculizar los saltos en zona 6, imponiendo contacto físico sobre el último saltador y cerrando los espacios de reorganización. Esa presión defensiva —combinada con una buena estructura de contención cerca del final del agrupamiento— limitó la capacidad española de enlazar fases y de combinar tras el lateral. En definitiva, lo que para España suele ser una zona de lanzamiento natural, acostumbrada a trabajar sin tanta oposición directa, se convirtió en un foco de imprecisiones y pérdida de continuidad.

Saltos cortos para asegurar en zona roja, priorizando la posesión ante la amenaza del contra-maul rival. Cabe destacar una de las acciones más efectivas del encuentro: una touch que no montó torre, utilizada como factor sorpresa. El balón fue servido al primer hombre del alineamiento, con pase corto y tenso, lo que permitió una formación inmediata del maul y derivó en uno de los ensayos españoles.

En términos generales, el sistema de lanzamiento mantuvo su estructura reconocible, pero la presión irlandesa sobre las líneas de salto y los canales exteriores impidió generar continuidad tras las recepciones. Los canales de distribución estaban muy cerrados, y aunque se aseguró un buen porcentaje de posesiones, no se logró transformar esas plataformas en fases dinámicas ni en juego posterior. En el global,España fue efectiva en la ejecución puntual del maul, pero no consiguió proyectar ese dominio hacia fases abiertas ni establecer una amenaza constante desde el lateral.

La melé. El lanzamiento del juego desde melé intentó ser igualmente productivo, y en líneas generales lo consiguió. España dispuso de una melé estable y competitiva, lo que permitió plantear salidas controladas del número 8. Se repitió con frecuencia el mismo patrón de salida por el canal 1, buscando romper la primera línea de presión y ganar metros de inicio antes de construir.

El ensayo de Ekain Imaz llegó precisamente a partir de una melé a cinco metros de la zona de marca irlandesa, una acción directa y no un lanzamiento estructural de juego. España aprovechó la estabilidad de su plataforma para activar la salida inmediata del 8, con una ruptura frontal limpia que derivó directamente en el ensayo, sin encadenamiento de fases posteriores. Fue una jugada ejecutada con decisión y timing perfecto, muestra de la madurez creciente del paquete de delanteros en acciones de alto valor posicional. 

El plan ofensivo español en melé fue, en todo caso, valiente y pragmático: ante una Irlanda que presionaba muy alto los canales exteriores, se optó por activar salidas directas para desbordar la primera cortina y provocar retroceso defensivo. El objetivo era claro: ganar metros y tiempo para poder lanzar juego con la defensa rival en retirada.

Más que una maniobra ensayada en profundidad, esta elección respondió a una limitación de opciones: la estructura irlandesa cerraba con rapidez cualquier intento de circulación larga, de modo que salir por dentro era la única manera de mantener iniciativa. En cualquier caso, España mostró orden, valentía y oficio en este tipo de acciones.

La melé se sostuvo con solidez, y desde ella se generaron las pocas situaciones de avance real en primera fase. Un síntoma de que, aunque el sistema de juego aún tiene margen de crecimiento, la base estructural en las fases estáticas empieza a asentarse.

 


El ataque español: de la asfixia a la propuesta

En la primera parte, España apenas dispuso de posesión real. Las pocas entradas en zona de 22 llegaron tras patear fuera penalizaciones del rival, no a través de secuencias propias de juego. El ataque se vio ahogado por la presión irlandesa, incapaz de establecer continuidad ni de encadenar fases que permitieran construir.

Ya en la segunda mitad, el equipo entró con más brío y decisión. Se sacudió en parte el dominio rival y logró un parcial de 14-19 que, sin ser decisivo si que puede ser ilustrativo y que reflejó una mejoría en actitud y en ambición con balón. España amasó más posesión, se atrevió a jugar más rápido y manifestó una intención más clara de atacar, aunque las secuencias largas siguieron siendo escasas —apenas dos o tres fases de ataque sostenido en todo el partido—. 

Irlanda A, por su parte, cerró con precisión quirúrgica los canales exteriores, especialmente los canales 2 y 3, donde España suele buscar continuidad y desorden defensivo. Esa presión y lectura tan precisa casi obligaron a España a focalizar su ataque en los intentos de desorden por el eje, buscando romper el equilibrio defensivo cerca del contacto. En alguna ocasión lo consiguió —como en una salida de Bay que desbordó la primera línea rival—, pero errores de manejo del apoyo en penetración y la eficacia irlandesa en el ruck impidieron consolidar esas situaciones. 

También se observó un intento de introducir variantes técnicas, como el pull-back pass de los delanteros hacia la segunda cortina, una herramienta ya empleada con frecuencia por los Iberians, pero mucho más difícil de ejecutar en este contexto de máxima presión. Aun así, esa acción logró generar incertidumbre en la zona de transición entre la defensa de los delanteros y la de tres cuartos irlandesa. Fue una de las mejores secuencias del partido, un ejemplo de cómo la selección española empieza a incorporar herramientas de manipulación del espacio y a leer mejor las reacciones defensivas más allá del contacto inmediato, aunque su uso aún sea puntual. 

Pese a todas las dificultades, la segunda parte ofreció una versión más valiente y con mayor capacidad de propuesta. España consiguió encadenar varias fases con ritmo, y cuando el balón circuló con limpieza, se percibió una intención de construir, no solo de resistir. 

El cierre del partido dejó además una nota positiva en transición ofensiva. Tras un error irlandés en los compases finales, Cian recuperó un balón en el costado, y España reaccionó con agilidad, enlazando una serie de fases con alternancia entre juego corto y penetraciones al espacio. Hubo buen uso de señuelos, una lectura acertada del ritmo y una circulación fluida que culminó en el ensayo de Ekain Imaz, tras una descarga de Bontempo en carrera diagonal al intervalo, ejecutada con claridad, precisión y tempo. Fue, probablemente, una de las jugadas ofensivas más elaboradas y coherentes del encuentro, símbolo de que, pese a las diferencias de nivel y ritmo, España fue capaz de evolucionar dentro del propio partido. 

En definitiva, el ataque español mostró dos caras: una primera mitad domesticada por la presión rival, y una segunda más valiente, más viva y más conectada con su identidad de juego. Faltó continuidad, sí, pero sobró orgullo y voluntad de construir rugby real frente a una Irlanda que apenas concedió margen para respirar.

 


Reflexión final: saber sufrir antes de competir

Este partido no mide hacia dónde quiere ir el rugby español, sino dónde está realmente. Y esa distancia —la que separa a España de una selección profesional de alto nivel— , es indiscutible y supera cualquier tipo de debate, polémica o consideración alguna. 

Irlanda A, para nosotros, no es una selección de desarrollo. No es el segundo equipo de Irlanda. No es un grupo de jugadores que no entran en el XV principal por la centralización del modelo Leinster. Es otra cosa, y para nosotros debe entenderse como tal. Porque para nosotros no es lo mismo, ni está en nuestro mundo. No tiene nada que ver con poder o no poder hacer un scouting del rival o con otros parámetros tangibles. Es otra dimensión del rugby, una realidad donde la profesionalización está asumida en todos los niveles, desde la preparación física hasta la gestión técnica, táctica y emocional del error. 

Cuando España se enfrenta a algo así, no se mide con su espejo: se mide con la realidad del rugby profesional pleno. Lo mismo que Italia, que durante años sufrió derrotas humillantes antes de aprender a competir, y que aún hoy sigue padeciendo, de vez en cuando, con mayor o menor asiduidad dependiendo de quien guie su camino, alguna derrota comprometida o incluso humillante.

Y esa es la verdadera enseñanza de este partido. Porque antes de competir, hay que aprender a sufrir. Y para aprender a sufrir, hay que sufrir mil veces. Esa es la única pedagogía real del rugby de alto nivel: exponerse a la exigencia, una y otra vez, hasta que el cuerpo y la cabeza entienden que ese ritmo es el estándar y no la excepción. 

Este encuentro, más que una lección, fue un espejo sin maquillaje. Mostró lo que significa enfrentarse a jugadores que no solo piensan más rápido, sino que han vivido cientos de contextos de alta exigencia en los que cada error se paga con puntos. España, pese al marcador, siguió jugando, no se rompió ni se abandonó al caos, y eso —en este contexto— ya tiene un valor inmenso. 

Sería infantil decir que esto nos acerca al Tier 1 o que tan siquiera nos acerca paso a paso. Conviene matizarlo: un partido así no te aproxima por sí mismo, ni aunque se repita varias veces. No hay un progreso automático. Estos encuentros no hacen crecer por acumulación, sino por transformación: si no cambian los entornos, los hábitos, las estructuras y la preparación, el resultado será siempre el mismo.

Lo que sí dejan es la medida exacta de la distancia y, con suerte, una referencia real desde la que empezar a trabajar. Solo nos recuerda cuán largo es el camino, y que la única manera de recorrerlo es repetir este tipo de partidos una y otra vez, aunque duelan, aunque desgasten, aunque el resultado sea ingrato. Y además, hay que decirlo sin adornos: para saltar tantos escalones, hacen falta medios —materiales, técnicos, humanos y estructurales— que hoy por hoy no tenemos. 

Quizá empezamos a tenerlos, con el trabajo de los Iberians y la incipiente profesionalización de algunos entornos, pero estamos muy lejos aún de disponer de la estructura que sostiene a los que queremos alcanzar. Por eso este tipo de partidos no deben servir para construir discursos imaginarios, sino para entender desde el rugby —desde el juego y desde el trabajo— dónde estamos realmente. Esa claridad, más que cualquier resultado, es el punto de partida real del crecimiento. 

 Y en esa claridad está el verdadero valor: porque ya estamos dentro del proceso que hay que recorrer, y eso ya es importante en sí mismo, porque significa que se te conceden este tipo de partidos con cierta regularidad. Pero tampoco quiere decir nada más que eso. No implica que desde las altas esferas te reconozcan como un igual, ni que crean que “mereces” algo, ni que ya eres una selección potencial. Simplemente se te abre una posibilidad, un margen de observación, un espacio para demostrar si puedes formar parte de ese mundo. Y es ahí, justo ahí, donde empieza el trabajo real.

En definitiva, este partido no nos dice que estemos cerca, sino que ya estamos dentro del proceso que hay que recorrer. No es el camino del talento ni de la épica: es el de la resistencia, la repetición y el sufrimiento inteligente. Y ahí empieza, de verdad, la madurez de una selección. Es muy probable que el próximo sábado, contra Inglaterra A, un equipo perteneciente a un contexto hiperprofesionalizado y con control federativo absoluto, nos llevemos otra tarascada. O un correctivo. O un resultado —llámese como se quiera— similar o incluso superior. Ojalá no.

Y puede que, una semana después, contra Fiyi, hagamos nuestro mejor partido, por contexto, por estilo, por las fortalezas y debilidades del rival. Pero no deja de ser una hipótesis. Mientras tanto, disfrutemos, aprendamos, opinemos y debatamos, y si puede ser a la manera española, mejor que mejor.

 

Texto: Víctor García / Fotos: Domingo Torres. 

 

 

 

 

 

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