NOVEDADES

Columna / La nacionalización del éxito



Tras la notificación de ayer de World Rugby en la que se excluía a España de la lucha mundialista por alineación indebida, ha vuelto a saltar a la palestra el volcán durmiente de las nacionalizaciones de jugadores. Opiniones de toda índole que suelen situarse entre el viejo orden y la aceptación de unas reglas normalmente poco populares. Seamos claros, desde que el rugby pasó a ser moderno, estamos ante algo muy distinto a la tradición que se nos intenta vender. Como comentaba Carlos Souto hace poco por aquí, “el rugby cambia a pasos agigantados. En aquel equipo nuestro (el de España en Gales 1999) solo había tres profesionales y ahora lo son la mayoría”. Y es que, como ya ocurriera con los Juegos Olímpicos, la irrupción del profesionalismo y de los negocios marcan unas reglas del juego totalmente distintas, nos guste o no.

Parece que toda la culpa de la descalificación de España es por buscar jugadores franceses con algún grado de consanguineidad y hacerlos jugar. Si bien algo hay de verdad, pues sin el uso de ese recurso no se habría incurrido en lo que los jueces han visto ilegal (la elegibilidad es un mundo abierto a un sin fin de interpretaciones y despropósitos, como se ha podido ver), la realidad debe ser analizada un poco más en detalle.

Quede claro, para empezar, que no me siento cómodo con una masiva nacionalización de jugadores, pero que llegados al punto en el que estamos, lo veo como algo necesario en el corto plazo. Es decir, es un modelo que, al haber sido aceptado o propulsado por los que mandan en el mundo oval, todos pueden incorporarlo, aunque no tiene por qué ser así, pero sobre todo aprovecharlo para un beneficio a la larga.

Para ver que hay tantos modelos como normas lo permitan, solo hay que echar un vistazo a algunos casos. España está muy alejada ahora mismo de la vía que, tradicionalmente, han empleado selecciones que bien en su progresión o en su mantenimiento se han servido casi exclusivamente de jugadores nacionales. Miremos a Georgia y Argentina. La primera ha sido capaz de poner su pequeño mundo oval en boca de todos, tras un progreso espectacular, con una dedicación exclusiva y un esfuerzo titánico que le ha llevado a los cinco últimos mundiales empleando una mayoría aplastante de georgianos en sus filas. Argentina, por su parte, fue el único equipo que llevó al pasado Mundial solo jugadores argentinos, una práctica habitual para la UAR y con la que no solo se han mantenido en el Tier 1 sino que ha seguido creciendo hasta ser tratados de igual a igual por las grandes potencias. También podemos analizar el milagro japonés, mezcla de inversión y planteamiento profesional, jugando con una franquicia en el Super Rugby y creciendo localmente a través de una competición doméstica auspiciada por empresas privadas.

En la otra vertiente está el progreso a través del uso de lo que hoy recoge famoso artículo 8 de World Rugby. El caso español es más reciente en este sentido que el de otras selecciones que aplicaron estos métodos en sus incipientes profesionalismos de los noventa. Por ejemplo, Gardner (australiano y ex-wallaby) y Domínguez y Moreno, ambos argentinos (y ex-pumas), marcaron diferencias en el equipo italiano de la segunda mitad de los noventa, el mismo que llegaría al Mundial de 2003 con Peens (ex-wallaby), Stoica (rumano que se mudó a Italia con 13 años), Wakarua, Phillips y Palmer (neozelandeses), y Canale, Castrogiovanni, Parise, Dellapè y Martínez (argentinos). Así, la progresión del equipo italiano fue muy pronunciada esos años y pasó, en relativamente poco tiempo, de jugar contra España a jugar el Seis Naciones y ser considerado Tier 1.

Sin embargo, estos casos ilustrativos difieren bastante de la realidad española. Nuestra selección ha apostado por la naturalización (en su acepción menos política) de jugadores, mayoritariamente franceses y argentinos, que no destacarían tanto si sus primeros apellidos fueran tan españoles como italianos son Canale, Castrogiovanni o Parise. Nunca olvidemos que éstos tienen la misma determinación y ganas para representar al país de sus orígenes como cualquier otro león y, además, la normativa lo permite. Y España ha tomado este camino porque no le queda, por lo menos en el corto plazo, más remedio que competir así. Nuestra liga no es fuerte, ni tenemos equipos franquiciados en grandes ligas (lo contrario que Japón ahora o Italia, que diecinueve jugadores de su selección en el Mundial de 2015 jugaban en los equipos italianos de Pro12, entonces). Tampoco exportamos jugadores al nivel de Fiyi, Samoa o Georgia. Los lelos, como es sabido, mantienen una base de jugadores georgianos en las dos primeras ligas francesas suficiente como para mantener su competitividad. España, además, ni siquiera puede luchar internamente contra sus clubes, que en una cerrazón han dejado fuera el proyecto anteriormente llamado Olympus y que no era otra cosa que una selección de jugadores españoles y de la liga española a los que se fogueaba en competición europea.

Y ese es el verdadero problema. No es si España juega con más franceses o menos, porque si ellos lo sienten (y lo han demostrado con creces) y es válido, me temo que en la era del rugby moderno, la profesionalización es exigente, y hay que luchar para estar ahí con todo lo que se permita. Y si demuestran la pasión y se dejan todo como se ha visto, mejor. Insisto, no es si quien juega es más o menos español, sino que el debate debería ser para qué sirve eso a corto y medio plazo. No se trata de hornear pan para hoy y tener hambre mañana, sino de tejer los mimbres que nos puedan llevar a un rugby sostenible en nuestro país. Seamos claros, ninguno de los casos anteriores vale para el español, simplemente porque se carece de lo básico para poder copiar esos modelos de éxito: no exportamos suficientes jugadores a grandes ligas (como sí ocurre con Georgia y Argentina), no tenemos una tradición que se traduzca en apoyo privado e institucional (no somos Nueva Zelanda), no tenemos el respaldo económico (como Japón), nuestra liga no es competitiva (ninguno de los 640 jugadores mundialistas en 2015 jugaba en España) y, por si fuera poco, la oportunidad de crear un equipo unificado para competir a alto nivel se dinamita desde los propios clubes.

Por todos estos motivos, la vía de la nacionalización es necesaria en este momento; nadie negará el salto cualitativo que ha dado nuestra selección. Sin embargo, no deberíamos perder de vista que el objetivo de adoptar ese modelo debería ser crear una red, apoyo institucional y una competición local de calidad, así como las estructuras en otras categorías, necesarias para alcanzar las exigencias de los tiempos modernos del rugby. Sin ello en mente, estamos condenados a seguir en el cortoplacismo más absoluto, con el riesgo de quedarnos de nuevo sin modelo porque nos hemos jugado el todo o nada a unos jugadores que lo han dado todo, pero que cuesta sangre negociar con sus clubes para traerlos. Entiendo que si ya era difícil, la frustrada clasificación al Mundial no facilitará las cosas y tendremos que repensar todo. Ahora la FER tiene dos años por delante para planificar y adoptar un modelo de gestión de nuestra selección efectivo y sostenible para llegar en 2021 con garantías, no solo de clasificarse al Mundial sino de haber puesto la primera piedra hacia un sistema equilibrado y no dependiente de una sola decisión. En un país en el que tendemos a nacionalizar el fracaso y a privatizar el éxito, los gestores de nuestro rugby deben ser conscientes de que tienen la oportunidad de revertir la situación nacionalizando el éxito para no caer en el fracaso.
 
Foto: Domingo Torres

No hay comentarios