Desglosando el grupo C: Canadá y el reverdecer de viejos laureles
Canadá se ha presentado al sorteo del Mundial en el puesto n.º 25 del ranking de World Rugby, su posición más baja en décadas y un reflejo fiel de la erosión competitiva que arrastra desde hace años. Llega a esta cita después de haber conseguido únicamente dos victorias en los dos últimos años —una ante Rumanía en casa (35–22 en 2024) y otra ante Estados Unidos (34–20 en 2025)—, pero la realidad es que su presencia en Australia se explica casi exclusivamente por esta última, el triunfo ante su rival histórico en el momento más decisivo del ciclo. Sin ese resultado, Canadá ni siquiera habría entrado en la conversación mundialista, y muy posiblemente hubiera sufrido lo indecible en la repesca final ante Namibia, Brasil o Bélgica.
El partido ante Estados Unidos funcionó como una fotografía precisa de lo que Canadá es hoy: un equipo que, cuando coinciden sus piezas clave, puede llegar a ser capaz de competir con cierta solvencia pese a sus profundas limitaciones estructurales y de juego, pero que rara vez consigue sostener ese rendimiento. En aquel encuentro coincidieron perfiles muy distintos que explican las luces y sombras del rugby canadiense actual. Volvió Tyler Ardron, estrella rutilante del partido con 4 ensayos y auténtico mesías retornado, hoy jugador de Castres Olympique, con experiencia previa en Super Rugby con Waikato Chiefs y una etapa anterior en los Ospreys, devolviendo liderazgo, criterio en las fases estáticas y orden en el ruck.
A su lado estuvo Evan Olmstead, segunda línea hoy en el SU Agen de la Pro D2, con recorrido previo en Newcastle Falcons y Biarritz Olympique, aportando estabilidad en los laterales y oficio defensivo, ese tipo de jugador que Canadá no produce en cantidad. Ambos jugadores apenas habían participado en los últimos cuatro años con su selección. La tercera pieza fue Peter Nelson, nacido en Irlanda del Norte y formado íntegramente en Ulster Rugby, que aporta algo que el sistema doméstico canadiense no genera desde hace tiempo: lectura táctica, control del ritmo y claridad territorial. El cuarto elemento fue Matt Owuru, tercera procedente del Seven, pura energía y potencia, símbolo de la nueva hornada atlética canadiense.
Entre los cuatro sostuvieron un nivel que Canadá no ha logrado replicar de forma regular en este ciclo. Junto a ellos aparece un grueso de jugadores que compiten habitualmente en la Major League Rugby, la liga que, pese a su irregularidad, constituye hoy la principal vía de profesionalización del rugby canadiense. En ese bloque destaca el capitán Lucas Rumball, tercera línea de enorme regularidad y uno de los pocos jugadores capaces de ofrecer un rendimiento internacional fiable. A su lado sobresale el australiano nacionalizado Nick Benn, que tuvo un paso muy breve por los Toronto Arrows pero que viene de completar una campaña notable con los Utah Warriors, consolidándose como uno de los backs más productivos de la MLR.
A todo ello se suma un problema añadido: Canadá tampoco dispone de una bolsa amplia de internacionales en Europa a la que recurrir. Al margen de Olmstead o Ardron , la mayoría de sus jugadores de nivel medio-alto compiten en la MLR y no en ligas europeas de élite. En este ciclo ha recuperado a Matt Tierney, pilier derecho con experiencia en Castres y Pau, un jugador de rotación en el Top 14 que, sin ser una figura determinante, aporta oficio y densidad al grupo. Pero más allá de él, no hay prácticamente nada que repatriar desde Europa. La selección carece de un contingente europeo significativo, y eso complica aún más cualquier proyecto de crecimiento: sin una base profesional sólida dentro del país y sin un flujo estable de jugadores formados en ligas de alto nivel fuera de él, el margen de reconstrucción es estrecho y muy dependiente de la MLR, una competición que está, para colmo de males, atravesando problemas estructurales y financieros importantes.
A esta realidad se suma otro factor que ha debilitado progresivamente el caudal de talento canadiense: durante años, una parte importante del flujo hacia el XV procedía del Seven, donde Canadá llegó a ser un equipo de gran peso entre 2010 y 2020. De aquel entorno surgieron jugadores capaces de dar el salto al rugby test con continuidad, como Phil Mack, Connor Braid, Ciaran Hearn o el propio Nate Hirayama, que, aunque más recordado por su carrera en el Seven, también aportó momentos de calidad al XV. La caída del equipo masculino canadiense del núcleo competitivo del circuito mundial ha reducido de forma notable ese vivero de jugadores con experiencia profesional, estrechando aún más el embudo de talento justo en un momento en el que tampoco existe un ecosistema doméstico capaz de compensarlo.
Ese resultado ante Estados Unidos debe leerse también en el contexto del relevo en el banquillo. Tras siete años irregulares con el galés Kingsley Jones, la federación apostó en diciembre de 2024 por el australiano Steve Meehan, un técnico cuyo recorrido es más profundo de lo que su bajo perfil mediático sugiere. Meehan llegó a Europa en 2002 para incorporarse a Stade Français como entrenador asistente de tres cuartos y habilidades, primero bajo Nick Mallett y luego bajo Fabien Galthié, coincidiendo con la etapa más brillante del club: tres finales consecutivas (2003, 2004 y 2005), con dos títulos y un subcampeonato. En 2006 llegó a Bath Rugby, donde pasó de entrenador de backs a entrenador principal, logrando su mayor éxito con la European Challenge Cup de 2008, dirigiendo a un equipo que reunía talento como Olly Barkley, Nick Abendanon ,Danny Grewcock, Steve Borthwick, Butch James, Lee Mears o Michael Claessens. Después de Bath, su trayectoria se diversificó en roles de ataque y tres cuartos por clubes como Queensland Reds, Western Force, Toulon, Lyon o como Head Coach en los Kintetsu Liners de Japón
Su llegada a Canadá también estuvo marcada por el fracaso reciente del único proyecto profesional estable del país: los Toronto Arrows, desaparecidos tras apenas dos temporadas en la MLR. Su extinción dejó a Meehan en un limbo profesional y al rugby canadiense aún más debilitado: sin franquicia propia, los jugadores de Canadá han dejado de ser considerados “domésticos” en la MLR, lo que los convierte de facto en jugadores extranjeros, compitiendo por cupos más limitados y dificultando su acceso a minutos y contratos. Con una liga doméstica de muy poco nivel, unas categorías inferiores debilitadas y una estructura universitaria potente en el pasado pero que ya no produce talento de élite, Canadá afronta una situación estructural que no es nueva, sino la prolongación de una crisis que viene arrastrando desde hace varios años y que ya se tradujo en un muy mediocre mundial 2019, en su ausencia del Mundial de 2023 y en una larga serie de resultados negativos en el ciclo 2020–2024 que lo alejaron del estatus competitivo que mantuvo durante las décadas anteriores.
En este contexto, Canadá es hoy una selección que trata de ganar consistencia defensiva, mejorar su organización sin balón, y encontrar automatismos y visibilidad ofensiva en un ataque que sigue siendo demasiado plano y predecible. El margen de mejora es enorme, y buena parte de su evolución dependerá del año y medio largo de preparación que tiene por delante. Todo ello condicionado, además, por un hecho preocupante: sus líderes naturales llegarán mayores a 2027. Jugadores como Ardron, Rumball Nelson(ahora jugando en Dungannon en su Irlanda natal, tras su frustada experiencia en la MLR) u Olmstead, fundamentales en la clasificación, afrontarán el Mundial en la franja final de sus carreras, y Canadá no dispone de un proyecto profesional sólido que garantice un relevo generacional de nivel.
En realidad, lo más relevante es que sólo ha ganado dos partidos oficiales en dos años, pero ha competido mejor que antes: en verano perdió por un ajustado 24–23 ante España, probablemente junto con el partido ante Estados Unidos sus dos mejores actuaciones recientes. También mantuvo en la pasada ventana vivo el marcador ante Portugal, que presentó un equipo de nivel con jugadores como Nicolás Martins, Rodrigo Marta y Storti, y aun así Canadá llegó con opciones al tramo final. En cambio, volvió a caer con cierta claridad en Rumanía y, pese a algunos tramos de resistencia ante Georgia, sigue mostrando las limitaciones estructurales que arrastra desde 2020. En resumen, Canadá es hoy una selección algo más estable, más disciplinada y con menos desconexiones defensivas que hace dos años, pero aún muy lejos de dar un salto de calidad real. La mejoría existe, pero es insuficiente: el equipo no ha cambiado de nivel, sólo ha elevado ligeramente su suelo competitivo.
Históricamente, Canadá no es un recién llegado ni un actor menor dentro del rugby internacional. Forma parte del reducido grupo de trece selecciones que han jugado alguna vez los cuartos de final de un Mundial y además ha estado en todos los mundiales excepto el de 2023, un registro que lo sitúa entre las naciones con mayor continuidad en el escenario global. Y, además, fuera del Tier 1, solo dos selecciones han logrado alcanzar unos cuartos de final de la Copa del Mundo: Canadá en 1991 y Samoa en 1991 y 1995. Es un hito que ni siquiera Italia, presente siempre en el Seis Naciones, ha conseguido jamás.
Canadá debutó en el Mundial de 1987 como una selección emergente, física y disciplinada, con una base universitaria potente. Ese torneo fue el preludio del mejor momento de su historia. El Mundial de 1991 representa el punto más alto del rugby canadiense. Con figuras como Gareth Rees, Al Charron, Norman Hadley, Mark Wyatt y Patrick Palmer, Canadá alcanzó los cuartos de final, gracias a una victoria ante Fiyi y a un nivel competitivo altísimo frente a Francia y Nueva Zelanda. Era un equipo reconocible, duro y muy bien armado.
Entre 1995 y 2011, Canadá mantuvo una línea estable. Participó con solvencia en todos los Mundiales, continuó exportando jugadores a Europa y se consolidó en el segundo escalón mundial. En 1994 debutó Mike James, emblema del rugby canadiense, que inició una carrera notable en Usap Perpignan continuada luego en Stade Français. A su lado destacaron perfiles como el ya veterano pero todavía relevante Charron, Colin Yukes, Morgan Williams, solvente en Saracens o Stade Francais, Rod Snow, con una sólida carrera en Newport Dragons, Ryan Smith(Montauban principalmente), Jamie Cudmore —con una trayectoria sobresaliente en Clermont Auvergne, donde se convirtió en uno de los delanteros más duros del Top 14—, James Pritchard —con una sólida y prolongada carrera en Bedford Blues, en The Championship—, Jebb Sinclair, durante años jugador importante en London Irish, y DTH van der Merwe, que brilló en Glasgow Warriors y Scarlets, convirtiéndose en uno de los alas más productivos del PRO12, y que fue quizá el último gran jugador canadiense de esa generación en aguantar en la élite. Era el periodo en el que Canadá todavía conservaba su identidad clásica: física, disciplinada y competitiva.
El ciclo 2007–2011 fue el último momento de verdadera estabilidad estructural. En 2007 el equipo ya mostraba desgaste pero seguía siendo competitivo, pero en 2011 firmó su último gran Mundial, ganando a Tonga y empatando con Japón, con un XV que aún mantenía oficio y claridad colectiva. En aquel ciclo destacaban aún, ya sin James, gente como Van der Merwe, los ya mencionados Pritchard y Cudmore o gente de buen nivel en Europa como Carpenter.
A partir de 2011, se inicia un declive progresivo. Se debilita la base universitaria, disminuye el flujo de jugadores hacia Europa, el Seven entra en ciclos irregulares y el rugby doméstico deja de producir talento suficiente. El Mundial 2015 muestra ya un equipo con actitud pero sin profundidad. En ese torneo aparecen señales claras de dependencia del Seven: jugadores como Nate Hirayama, figura absoluta del Seven, actúan de enlace hacia el XV para suplir carencias en puestos creativos. Es su última participación en XV: tras 2015, Hirayama se dedica exclusivamente al Seven. En 2015 canadá se despide sin ninguna victoria en un grupo en el que agota la bala del partido ganable al caer, en el último baile mundialista de Jamie Cudmore, frente a una ya renqueante Rumanía liderada por el pie de Vlaicu y por Fercu desde el Zaguero.
El tramo 2015–2019 acelera la caída. Para 2019, Canadá llega con una plantilla corta, con apenas jugadores europeos, y sin generadores de juego formados dentro del XV. Aunque ya no dispone de Hirayama, la selección vuelve a apoyarse en jugadores provenientes del Seven para cubrir déficits estructurales. Aun así, el equipo sufre muchísimo física y tácticamente. Pese a contar con Van Der Merwe, Olmstead, Ardron, Hearn o Nelson, no consigue competir con continuidad, se muestra blando, plano y muy previsible y confirma que ya no pertenece al escalón donde históricamente había estado: el de Tonga, Samoa o Japón. Cae contundentemente contra Italia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, en un grupo muy exigente para su nivel, y se ve privado de poder lograr una victoria al suspenderse su encuentro contra Namibia por el tifón que sacudió Japón durante el mundial y que obligó a suspender varios partidos.El ciclo 2011–2019 demuestra la transición entre la Canadá sólida y estructurada de décadas anteriores y la Canadá actual, marcada por la pérdida de sus pilares tradicionales :sistema universitario potente, flujo estable hacia Europa, un Seven competitivo como vivero y un rugby doméstico capaz de producir talento.
Todos estos factores se acentúan en el clasificatorio para el mundial 2023, en el que los canucks, tras caer frente a EEUU se ven abocados a jugar una eliminatoria contra la emergente Chile, en la que no pueden defender el 22-21 y caen por 33-24 en Santiago ante unos cóndores liderados por Rodrigo Fernandez y Santiago Videla, en lo que suponía el último baile, el aparentemente baile final hasta su reaparición estelar contra EEUU, de Tyler Ardron, el héroe de la clasificación para Australia.
Tras caer al suelo más bajo de su historia y navegar en él durante varios años, un cambio de rumbo en la dirección técnica y una estupenda gestión del partido más importante de sus últimos cuatro años han permitido a la otrora respetada Canadá, una selección a la que tardamos muchísimos años en poder meterle mano, volver a asomar la cabeza en el escenario premium del rugby mundial.
Una vez contextualizado el recorrido histórico de Canadá y su situación competitiva actual, es importante aterrizar qué significa hoy y que significará cuando llegue el momento, enfrentarse a ellos en un Mundial. Sería un error —y uno grave— identificarlos automáticamente como el rival más débil del grupo. Esa lectura no solo sería injusta: sería imprudente. Canadá atraviesa un proceso de reconstrucción lento y frágil, pero sus rasgos competitivos siguen muy presentes, y el test del verano ya nos ofreció un aviso más que claro.
España afrontó aquel encuentro con la intención de resolverlo demasiado rápido y, en varios tramos, perdió control, paciencia y foco, permitiendo que Canadá creciera en fases largas del partido. Esa tarde vimos con claridad qué es hoy Canadá: un equipo ordenado, disciplinado, muy agresivo en defensa y capaz de frenar ataques cerca del eje durante secuencias prolongadas. No es un equipo con grandes recursos ofensivos ni con la chispa de otras selecciones del Tier 2, pero sí es un equipo que no se rompe, que no regala la actitud y que convierte cualquier partido en un duelo físico si el rival no compite con precisión y cabeza.
Además, aunque su línea de tres cuartos no sea especialmente incisiva, sí dispone de jugadores capaces de generarnos problemas. Nic benn es un gran finalizador y un hombre reputado dentro de la MLR. Cooper Coats, que puede actuar tanto de apertura como de zaguero, es una pieza clave: dirige con calma, tiene buena patada, ordena desde el 10 y aporta claridad en campo propio. Ben LeSage, seguramente el mejor centro organizador del país, es un jugador muy fiable en defensa y con una lectura táctica notable. Conor Keys, en la segunda línea, y Cole Keith, en la primera, aportan presencia física, oficio y experiencia consolidada en la MLR. Son perfiles que, con un ciclo de preparación largo y coherente bajo Meehan, elevarán sin duda el rendimiento del equipo en 2026 y 2027.
Todos estos jugadores emergentes se añaden a un núcleo veterano que sigue siendo el verdadero sostén de Canadá: Tyler Ardron, líder absoluto y referencia emocional; Evan Olmstead, torre y alma del pack; Matt Tierney, pilar con experiencia real en el Top 14; Peter Nelson, un tres cuartos inteligente y polivalente; y Matt Owuru, uno de los delanteros jóvenes más atléticos y prometedores del país. La combinación entre ese núcleo tradicional y el bloque consolidado en la MLR es la que definirá el techo competitivo canadiense en este ciclo.
Y, además, estamos hablando de un choque que se disputará casi dentro de dos años, pero que, como el rugby permite telegrafiar con mucha anticipación las progresiones físicas, tácticas y estructurales de las selecciones, ya podemos intuir hacia dónde puede evolucionar Canadá y qué tipo de rival nos encontraremos. El trabajo acumulado, la estabilidad del staff y la madurez del bloque permiten dibujar escenarios con bastante fiabilidad, incluso a largo plazo. No sabemos cuánta mejora real alcanzará Canadá, pero sí sabemos que tendrá más cohesión, más orden defensivo y más claridad colectiva que en su estado actual.
Por eso, aunque sobre el papel Canadá pueda parecer el rival más ganable del grupo, sobre el césped será cualquier cosa menos un trámite. España tendrá que jugar con rigor, con paciencia y sin precipitarse. Canadá llegará a Australia mucho mejor preparado que ahora; su sistema defensivo ya se percibe más estable y su estructura mental se ha endurecido. Y aunque siga sin disponer de una estructura profesional sólida —una federación con graves problemas económicos, sin liga doméstica real, con la MLR sin considerarlos locales y con un sistema de desarrollo erosionado, hasta el punto de que el equipo femenino tuvo que recurrir al crowdfunding para financiar su Mundial—, el equipo de Meehan será competitivo si consigue mantener orden, cohesión y actitud.
En resumen: España es actualmente superior y previsiblemente lo será aún más en el futuro, pero no de manera suficiente como para permitirse relajaciones. Canadá no enamora, pero tampoco se rinde. Es un rival incómodo, duro, concentrado y con la capacidad de ponerte un partido cuesta arriba si no lo respetas desde el primer minuto. Ese respeto —competitivo y estratégico, no emocional— será la base para afrontar un encuentro que, con seriedad, debe estar en nuestra mano… pero que solo se ganará jugando a un rugby maduro, paciente y sin errores.
Texto: Víctor García / Fotografías: Rugby Canada (1), Walter Degirolmo / RFER (2) y Michael Chisholm – Rugby Canada (3).



No hay comentarios