Desglosando el grupo C: Argentina, desde los inicios mundialistas a 2007 (1/2)
Hoy nos adentramos en el recorrido de Argentina, quizá el gran rival por nombre e historia, del grupo de Australia 2027, para entender no solo qué selección es hoy, sino de dónde viene. Para hacerlo con rigor, el análisis se dividirá en dos artículos que dividen dos grandes etapas. La primera abarca desde los inicios mundialistas hasta 2007, año en el que Argentina alcanza el cénit competitivo de su modelo histórico: un rugby construido desde la delantera, el control territorial y el juego al pie, llevado a su máxima expresión bajo la conducción de Marcelo Loffreda. La segunda etapa, que abordaremos la próxima semana, analiza la nueva Argentina que emerge a partir de ese punto, cuando el rugby profesional madura y el país se integra de facto en el entorno competitivo del hemisferio sur, iniciando una transformación estructural que redefine su identidad y su forma de competir.
A Argentina hay que mirarla desde un lugar distinto. Nos guste o no, ha sido siempre uno de los espejos en los que España se ha contemplado para comprender qué significa crecer en el rugby, qué significa aspirar a algo más que la mera supervivencia competitiva. Argentina, como rival, está hoy fuera de nuestro alcance y en 2027 también lo estará. Es una selección top mundial, consolidada, con estructura, identidad y una profundidad competitiva que la sitúan de forma estable entre las grandes potencias del rugby. ¿Tiene sentido valorar lo que supone enfrentarnos a ellos? Puede tenerlo a nivel descriptivo, pero no conduce a nada desde una perspectiva competitiva, porque ese no es, ni será en décadas, nuestro marco de comparación. Lo que sí podemos hacer es comprender qué es Argentina como selección, su historia, sus ciclos, su irregularidad estructural y su recorrido en los Mundiales.
En ese contexto conviene recordar el primer enfrentamiento entre España y Argentina, disputado en Vallehermoso en Noviembre de1982 dentro del marco de la gira europea de los Pumas de aquel año, un partido que, visto hoy, constituye uno de los mejores resultados que ha conseguido España ante un gigante del rugby(Derrota por 28-19). Aquel día Argentina formó con varias de sus figuras históricas —Hugo Porta, Serafín Dengra, Ernesto Ure o Marcelo Loffreda— y España compitió con un grupo de jugadores que marcaron una época, entre ellos Manolo Moriche, Gabi Rivero, Jon Azkargorta, Yogui Ejido o Santiago Santos, quien años después se convertiría en uno de los seleccionadores más influyentes del rugby español. Todo ello ayuda a ilustrar quién es realmente Argentina: una selección que ha disputado tres semifinales mundialistas, que ha derribado la puerta para incorporarse al club tradicional de las home nations y que, junto con las grandes potencias clásicas, posee la mayor base estructural del rugby amateur, con un volumen de clubes y jugadores extraordinario. Y, además, una selección que supo evolucionar: durante décadas construyó su identidad en torno a la fortaleza de la delantera, el pack, el mol y el juego al pie, pero ha sido capaz de protagonizar uno de los tránsitos más claros desde un rugby tradicional hacia un rugby moderno y expansivo, manteniendo sus raíces mientras abrazaba una nueva forma de entender el juego ya bien entrado el siglo XXI.
A continuación, pasaremos a analizar y describir el paso por los mundiales de los Pumas desde su debut en 1987 hasta su primera tercer puesto en 2007.
1987: El último baile de los gigantes
El primer Mundial de rugby encontró a Argentina sostenida por las figuras que habían marcado el pulso de la selección durante los años ochenta. En el centro de todo se situaba Hugo Porta, que con 36 años afrontaba su única participación en una Copa del Mundo y, al mismo tiempo, su despedida en el mayor escenario internacional. Durante más de una década, los Pumas habían avanzado al compás de su pie, de su inteligencia táctica y de esa autoridad silenciosa con la que era capaz de ordenar el juego en cada posesión. Porta no era solo el apertura: era el eje que definía la identidad del equipo.
A su lado estaban jugadores que también vivirían en 1987 su primera y única presencia mundialista, y que por tanto se despedirían para siempre de ese escenario.
Eliseo “Chapa” Branca, que desarrolló prácticamente toda su carrera en el CASI, personificaba la firmeza y la presencia física en la segunda línea, un referente del rugby argentino de la época. Serafín Dengra, en el pilar izquierdo, aportaba la intensidad, el empuje y la combatividad que definieron a los Pumas de los ochenta, además de ser uno de los primeros jugadores argentinos en aventurarse en el exterior, con etapas en Australia, Italia y en el CS Bourgoin-Jallieu francés. Junto a ellos aparecía Diego Cash, talonador del San Isidro Club (SIC), figura de peso en las fases estáticas y uno de los nombres que marcarían también el recorrido de la selección en los años siguientes, tanto como jugador como entrenador de delanteros.
Argentina debutó el 24 de mayo en Hamilton frente a Fiyi, en un partido que terminó en derrota pero dejó un hito imborrable para la historia del rugby argentino: Gabriel Travaglini anotó el primer ensayo de Argentina en una Copa del Mundo, inaugurando así la trayectoria del país en el torneo. Argentina se tropezó en este mundial, y en los dos posteriores, contra la misma piedra. Los equipos oceánicos.
La selección encontró su único triunfo ante Italia, en un partido trabajado, serio y de oficio. Después llegó el cierre del torneo: un 46–15 frente a Nueva Zelanda, marcador que reflejó la diferencia entre ambos equipos, pero que quedó marcado por algo más profundo. Fue la despedida mundialista de Porta, de Branca y de Dengra, la última vez que los tres gigantes coincidieron en el escenario más alto.
Más allá de los resultados, 1987 representó el final de una era. Fue la última aparición conjunta de la combinación que había sostenido al rugby argentino durante toda una década: la genialidad de Porta, la solidez y liderazgo de Branca, la fiereza de Dengra. Después de ellos, el rugby internacional evolucionaría con rapidez, y Argentina tardaría más de doce años en encontrar una estructura que le permitiera reconstruir una identidad competitiva capaz de sobrevivir sin aquellos referentes. 1987 fue, en definitiva, y a la vez, el debut y la despedida mundialista de los gigantes.
1991–1995: Competir sin cruzar el umbral
Tras la despedida simbólica de 1987, Argentina afrontó los Mundiales de 1991 y 1995 inmersa en una transición larga y compleja. El balance fue duro —seis derrotas en seis partidos—, pero una lectura atenta del ciclo obliga a matizar los números. Porque en ambos torneos la selección compitió, discutió encuentros frente a potencias históricas y mostró carácter, aunque volvió a fallar siempre en el mismo punto: los partidos que marcaban la frontera real, los que debían ganarse para dar el salto.
En el Mundial de 1991, Argentina ofreció una imagen sólida ante rivales de máximo nivel. Cayó 19–32 ante Australia, futura campeona del mundo, en un partido más equilibrado de lo que sugiere el marcador, que se decidió en los quince últimos minutos. El resultado no puede leerse como un paso atrás competitivo, sino como la constatación del nivel del rival. Australia comparece con su alineación de gala, sin reservas ni probaturas, obligada a recurrir a una generación legendaria: Michael Lynagh dirigiendo desde la apertura, David Campese —autor de dos ensayos— castigando cada desajuste, la pareja de centros formada por Tim Horan y Jason Little, Nick Farr-Jones marcando el tempo desde el medio melé y John Eales, que en aquel partido actúa como número ocho, una posición desde la que empieza a proyectar una figura total antes de alcanzar el Olimpo del rugby mundial como segunda línea histórico. Argentina cae, sí, pero lo hace frente a una Australia plena, dominante y consciente de que enfrente tenía a una selección que ya exigía competir al máximo nivel. Luego estuvo muy cerca de imponerse a la Gales de Ieuan Evans , con un 17–16 decidido por detalles mínimos y por el pie de Mark Ring. Sin embargo, todo ese esfuerzo quedó sin recompensa tras la derrota frente a la Samoa de Pat Lam, un jovencísimo y luego mítico Brian Lima, Fran Bunce, que jugó en el 91 para Samoa y en el 95 fue subcampeón del mundo con los All Blacks, o Stephen Bachop, con una curiosa historia a sus espladas, al igual que su hermano Graeme, participante en tres mundiales, dos con los All Blacks y uno ya crepuscular con Japón , y es que disputó dos copas del mundo con Samoa, en el 91 y 99, y en medio disputo 5 test con los AllBlacks en 1994.
En aquel Mundial destacaron varias presencias significativas. Continuaban hombres importantes en la primera línea del ciclo anterior como Diego Cash y Luis Molina, mientras el liderazgo recaía en Pablo Garretón, tercera línea tucumano y capitán, símbolo de regularidad y compromiso. En la segunda línea sobresalía Pedro Sporleder, jugador de larguísimo recorrido internacional, capaz de disputar cuatro Copas del Mundo, y en la tercera línea aparecía José Santamarina, número ocho potente y constante. En la primera línea destacaba Le Fort, un jugador durísimo, y en los tres cuartos Martín Terán aportaba continuidad y oficio.
Por encima de todos emergía Federico Méndez. Formado en Mendoza, se presentó ya en 1991 como un jugador extraordinario, uno de los talonadores más completos que ha dado el rugby argentino. Potente, móvil, con una capacidad de placaje y de contacto sobresaliente y un nivel de agresividad muy elevado —a veces al límite—, fue una de las grandes notas positivas del torneo. Su carrera internacional fue larguísima y de primer nivel, compitiendo en la Currie Cup sudafricana con Sharks y posteriormente al final de su carrera con Western Province, y en Europa con clubes como Bath, Northampton o Burdeos, consolidándose como uno de los grandes iconos del rugby argentino moderno.
En el Mundial de 1995, Argentina volvió a mostrar una versión competitiva en un contexto aún más exigente. La selección discutió la victoria a Inglaterra, cayendo 18–24 en un partido de enorme desgaste físico que confirmó que los Pumas podían competir de tú a tú con una potencia histórica. En aquel partido Argentina se vuelve a medir a uno de los grandes, que no duda en jugar con toda su artillería. Mitos como Rob Andrew, autor de los 24 puntos ingleses con el pie, dos drops incluidos, Will Carling, Jeremy Guscott, Brian Moore, los eternos Martin Johnson y Jason Leonard, Rory Underwood, Victor Ubogu o el no tan recordado Steve Ojomoh, que citaremos como curiosidad por ser el padre del talento emergente de Bath Max Ojomoh
El segundo encuentro volvió a señalar el mismo límite estructural: derrota 32–26 frente a Samoa de Brian Lima, capitaneada de nuevo por Pat Lam, citado ya antes y hoy reputadísimo técnico en Bristol, en un partido en el que Argentina volvió a no imponerse en el duelo que marcaba el acceso real al siguiente nivel.
El cierre fue especialmente doloroso: 25–31 ante la Italia de Troncón, Vaccari o Cutitta, un partido decidido al pie por Diego Domínguez, jugador formado en Argentina que se convertiría en una figura mítica del rugby italiano. Fue una derrota cargada de simbolismo, tanto por el rival como por la forma en que se produjo.
En aquel Mundial aparecieron y se afirmaron nombres de enorme peso. Continuaba el gran Federico Méndez, ya plenamente reconocido, y emergía con fuerza Patricio Noriega, delantero durísimo que desarrolló parte de su carrera en Australia, se nacionalizó australiano y disputó el mundial de 1999 coronándose campeón con los Wallabies. Seguía José Santamarina, y adquiría protagonismo Rolando Martín, tercera línea de contacto, formado y desarrollado íntegramente en el San Isidro Club (SIC), salvo una breve experiencia en el proyecto fallido del profesionalismo inglés con Richmond. Martín representaba como pocos el espíritu de aquel equipo: dureza, fiabilidad en el contacto y una enorme capacidad de trabajo, y posteriormente tendría una carrera larguísima y muy relevante con la selección argentina.
En la línea de tres cuartos destacaban perfiles como Lisandro Arbizu, desplazado progresivamente del puesto de apertura al de centro y con una amplia carrera profesional en Francia —Pau, Bayona, Brive y Burdeos— y epílogo en Valladolid, y Diego Albanese, que iniciaba una trayectoria muy prolongada en la selección y una destacada carrera en Inglaterra, especialmente en Leeds y Gloucester.
También comenzaban a asomar, aún de forma tímida, nombres que marcarían el futuro inmediato, como Agustín Pichot, o Germán Llanes, segunda línea durísimo que desarrolló una carrera muy larga en Francia, con etapas en Burdeos o La Rochelle principalmente
Argentina mantiene durante este periodo una identidad de juego reconocible, basada en la delantera, la melé, el maul, el control del territorio y la disputa constante. Ese modelo le permite competir frente a las grandes potencias, resistir y mantenerse en partido, pero no le alcanza aún para cruzar el umbral en los encuentros decisivos. No se trata de una identidad agotada, sino incompleta: el mismo patrón que en 1991 y 1995 no basta para ganar será el que, desarrollado, dé un primer gran salto en 1999 y alcance su esplendor en 2007.
1999: El primer gran salto y el puñetazo sobre la mesa
El Mundial de 1999 marca un antes y un después en la historia del rugby argentino. No solo por los resultados, sino porque por primera vez Argentina da un salto competitivo real, deja de ser una selección incómoda y pasa a convertirse en un equipo a tener en cuenta en el escenario mundial. El punto de partida de ese cambio tiene nombre propio: Alex Wyllie, técnico neozelandés, que aporta orden, rigor y claridad de plan sin romper la identidad histórica del equipo.
Argentina queda encuadrada en un grupo exigente junto a Gales, Samoa y Japón. El debut ante los galeses se salda con una derrota ajustadísima frente a los del dragón, dirigidos desde la banda por el luego arquitecto de los mejores All Blacks de siempre, Graham Henry y liderados por el pie del histórico pateador Neil Jenkins, el ritmo marcado por el medio melé Stephen Howley, la potencia de Colin Charvis, la fiabilidad de los hermanos Quinnell o un joven Gareth Thomas, un partido que se escapa por apenas cinco puntos, sostenido casi en exclusiva por el pie de Gonzalo Quesada, autor de seis golpes de castigo. Pese al resultado, el mensaje es inequívoco: Argentina puede competir de tú a tú frente a una nación histórica.
El equipo cumple después con lo que se espera de él. Se impone 32–16 a Samoa, todavía capitaneada por Pat Lam y con Stephen Bachop de vuelta, y vence con claridad a Japón, una selección que ya empieza a llamar la atención por el volumen de jugadores nacionalizados, entre ellos nombres como el anteriormente citado Graeme Bachop, Andrew McCormick o Jamie Joseph, algunos con pasado internacional de primer nivel. No se trata de una polémica competitiva, sino de una primera señal del camino que comenzaba a recorrer el rugby japonés.
Argentina accede a la siguiente fase como tercera de grupo, favorecida por la combinación de resultados —incluida la victoria de Samoa sobre Gales—, y entra en el playoff de cuartos, donde se produce la primera gran victoria histórica de Argentina en una Copa del Mundo.
Ante Irlanda, los Pumas firman un partido inolvidable. Se imponen 24–28 a una selección irlandesa con nombres destacados como Wood, el luego reputado entrenador Connor O`Shea, o un jovencísimo Brian O`Driscoll, esta vez acompañado por su primera pareja de baile duradera en los centros, Kevin Maggs. Una Irlanda que fue incapaz de sostenerse defensivamente y que solo logra anotar al pie por medio de David Humphreys. Argentina ejecuta el partido desde el control y la precisión con el pie de Gonzalo Quesada y lo sentencia con un ensayo ya histórico de Diego Albanese en los minutos finales, grabado para siempre en la memoria colectiva del rugby argentino.
El camino se detiene en cuartos de final ante una Francia finalista, demasiado poderosa en el juego a la mano. Argentina no logra contener la continuidad francesa, liderada por nombres como Richard Dourthe, Christophe Dominici, Rapahel Ibañez desde el 2, Abdel Benazzi liderando la segunda línea, Bernat-Salles, Émile Ntamack o Fabien Galthié y Titou Lamaison en la bisagra, en un partido que marca el límite competitivo del momento, pero sin empañar el salto dado. Esa Francia protagonizaría en semifinales una segunda parte primorosa fente a unos All Blacks super favoritos, liderados por Lomu, Umaga o Mehrtens y que volverían a quedarse sin el título cuando a priori eran los claros aspirantes
Más allá de los resultados, el Mundial de 1999 es fundamental por los nombres que aparecen y se consolidan. En la delantera destacan jugadores como Mauricio Reggiardo, formado en el CASI, con una carrera larguísima en Francia —especialmente en Castres— y que posteriormente desarrollará una trayectoria muy relevante como entrenador de delanteros de la selección argentina y head coach en Francia. También sobresale Alejandro Allub, otro mito del CASI, jugador sólido, fiable y de enorme recorrido, que más adelante tendrá peso en los cuerpos técnicos del rugby argentino.
Como curiosidad significativa, en la lista de convocados aparece Raúl “Aspirina” Pérez, que no llega a debutar en el torneo, pero que con el tiempo se convertirá en una de las figuras clave del entramado técnico del rugby español, hoy sobradamente conocido.
Pero, sobre todo, 1999 es el Mundial en el que asoma la generación del bronce de 2007. Aparecen o se consolidan Mario Ledesma, leyenda absoluta del rugby argentino, con cuatro Copas del Mundo disputadas, una carrera larguísima en Francia —Narbonne, Castres y Clermont— y posteriormente entrenador de Argentina en 2019 y técnico de delanteros en Australia y en Waratahs. Surge también Omar “el Tenor” Hassan, pilar icónico, con una carrera extensísima en Francia —Agen y, sobre todo, Toulouse—, protagonista en tres Mundiales y pieza clave en el proceso que culminará en 2007.
Se suma el mayor de los hermanos Fernández Lobbe, Ignacio, con una trayectoria larguísima en clubes como Castres, Sale Sharks, Northampton o Newcastle, junto a nombres como Lucas Ostiglia, Gonzalo Longo, y unos Felipe y Manuel Contepomi todavía jóvenes, pero ya destinados a convertirse en piezas estructurales de la selección. También aparece el Nani Corleto, otro jugador de enorme recorrido internacional a nivel de club y selección, siendo un jugador muy considerado en el rugby francés tras su paso por Narbonne, y principalmente por Stade Francais.
Por encima de todos, sin embargo, la gran figura del Mundial 1999 es Gonzalo Quesada. No solo de Argentina, sino del torneo. Apertura formado en Hindú, uno de los mejores jugadores con el pie del rugby moderno, líder absoluto desde la bisagra junto a Agustín Pichot. Quesada desarrolla una carrera de primer nivel en clubes como Pau, Toulon o Stade Français, disputa los Mundiales de 1999 y 2003, y hoy es reconocido —más allá de cargos concretos— como uno de los entrenadores argentinos más influyentes de su generación, con hitos como el título del Top 14 con Stade Français, la final del Super Rugby con Jaguares en 2019, y un trabajo profundo que está elevando el suelo competitivo de un combinado Italiano que bajo su mando está jugando el mejor rugby de su historia, con un sello propio del que siempre había carecido.
Con el rugby plenamente profesionalizado en 1999, Argentina entra definitivamente en el radar de los grandes clubes europeos. Aperturas, medios melés, primeras líneas, segundas y terceras líneas argentinos comienzan a ser reclamados de forma masiva por las mejores competiciones del mundo. No es un fenómeno aislado, sino la consecuencia directa de una enorme base estructural amateur, profundamente competitiva, que produce jugadores técnicamente sólidos, mentalmente resistentes y preparados para el contacto de alto nivel. A esa base se suma, por primera vez de forma sostenida, la presencia de los mejores talentos argentinos en entornos profesionales de élite, un factor decisivo para elevar el rendimiento colectivo.
El Mundial de 1999 es, en definitiva, el primer gran puñetazo sobre la mesa. En parte sorpresa, en parte confirmación. Argentina pasa al siguiente nivel, gana un partido decisivo en una Copa del Mundo y abre un camino irreversible. A partir de aquí, ya no será una selección incómoda o exótica: será un rival serio, con identidad, con jugadores y con ambición. El camino hacia 2007 acaba de empezar.
2003: Argentina cae en el lugar equivocado
El Mundial de 2003 confirma que Argentina ya es una selección de nivel altísimo, dirigida por entonces ya por el Tano Loffreda, plenamente preparada para competir en la élite, pero también deja claro hasta qué punto el contexto puede condicionar un torneo corto. Los Pumas quedan encuadrados en un grupo durísimo, junto al anfitrión y posterior subcampeó`+++n, Australia, y una Irlanda asentada en la parte alta del Seis Naciones. Dos rivales en plenitud competitiva que marcan el destino argentino desde el inicio.
En el partido inaugural, Australia se impone por 24–8 alineando un quince prácticamente de gala. Bajo la dirección de Eddie Jones, los Wallabies presentan un equipo de enorme solidez defensiva, más granítico que ofensivo, diseñado para controlar el ritmo y no conceder espacios. Aparecen nombres como Phil Waugh, David Lyons, George Smith, George Gregan, Stephen Larkham y Elton Flatley, junto a una línea de tres cuartos de enorme impacto físico y experiencia con Wendell Sailor, Matt Rogers y, ya sea desde el XV inicial o el banco, Lote Tuqiri.
A ello se suma una primera línea de gran oficio, con jugadores como Brendan Cannon o Al Baxter, y la presencia de otros mitos del rugby australiano claves en el título del 99 como Joe Roff y Matt Burke, este último elegido en el choque contra los Pumas por delante de Stirling Mortlock como apuesta clara por la experiencia, la fiabilidad defensiva y el control con el pie. No es una Australia experimental: es una Australia madura, profunda y plenamente consciente de lo que exige un debut mundialista.
El segundo golpe llega ante Irlanda, en un partido apretadísimo que se decide por un solo punto (16–15). Irlanda también sale con todo, sin concesiones: Keith Wood, Reggie Corrigan, Paul O’Connell, Simon Easterby, Anthony Foley, una bisagra formada por Stringer y David Humphreys —entonces titular, con O’Gara aún emergiendo— y la eterna pareja de centros D’Arcy–O’Driscoll. Argentina compite de tú a tú durante ochenta minutos y cae únicamente por la eficacia irlandesa con el pie y un ensayo aislado.
A partir de ahí, los Pumas cumplen con solvencia en los otros dos partidos frente a Rumanía y Namibia del grupo, imponiéndose con claridad y dejando una sensación muy nítida: el nivel del equipo es claramente de cuartos de final, pero el cruce temprano con dos selecciones top les cierra el camino.
Este Mundial es, además, un momento de transición generacional clave. Se produce el último gran esfuerzo de jugadores veteranos como Roberto Grau, Mauricio Reggiardo o Rolando Martín, mientras conviven ya con una base que será esencial en el ciclo posterior. Aparecen o se consolidan nombres fundamentales del futuro inmediato: Ignacio Fernández Lobbe, Martín Scelzo, Rodrigo Roncero, Mario Ledesma, Lucas Ostiglia, Gonzalo Longo y Agustín Pichot. El de 2003 supone la despedida de los mundiales de Gonzalo Quesada, protagonista absoluto del mundial del 99, donde fue máximo anotador y una de las figuras destacadas, y cuenta con la participación de nuestro actual seleccionador, Pablo Bouza, que se marcha del mundial con cuatro ensayos anotados, dos a Rumanía y dos a Namibia, y que volverá, ya como parte del staff de Hourcade junto con Raúl Pérez, al mundial de 2015 y posteriormente, en el staff de Esteban Meneses al frente de Uruguay en 2023.
En los tres cuartos, Argentina muestra una riqueza creciente. Felipe Contepomi asume galones alternando con naturalidad entre 10 y 12, acompañado por Manuel Contepomi-con un papel aún discreto-, Nani Corleto, y jugadores de enorme fiabilidad como José María Núñez Piossek , Martín Gaitán, al que un problema cardiaco obligó a retirarse del rugby en la preparación del mundial de 2007. Y, entre todos ellos, asoma ya Juan Martín Hernández, todavía en un papel no tan protagonista aunque sí importante ya, dejando destellos evidentes de la calidad diferencial que explotará pocos años después.
En definitiva, Argentina no fracasa en 2003. Al contrario: confirma su madurez competitiva, su identidad basada en la delantera, el territorio y el control del juego, y presenta una base prácticamente completa de la selección que alcanzará el bronce en 2007. El problema no fue el nivel, sino el contexto. Cayó en el grupo equivocado, en el momento equivocado.
2007: El cénit del proyecto Loffreda y del rugby argentino clásico
El Mundial de Francia 2007 representa el máximo esplendor del proyecto de Marcelo Loffreda y, al mismo tiempo, el punto más alto alcanzado por el rugby argentino clásico, llevado a su expresión más competitiva y eficaz.
Argentina abre el torneo en el Stade de France, en el partido inaugural, derrotando al anfitrión Francia por 17–12. Es un golpe de impacto mundial. El ensayo de Nani Corleto y el control absoluto del partido desde el pie de Juan Martín Hernández marcan una noche histórica. Francia queda descolocada desde el primer día y el Mundial entiende que Argentina no ha venido a competir: ha venido a discutir jerarquías. Aquella Francia, diseñada para llegar muy lejos en su mundial, y comandada por Ibañez, Serge Betsen, Harinordoquy, Pelous o Pieter de Villiers delante, y por Traille, Yauzion o Rougerie atrás, claudicaría dos veces frente a la pujanza argentina.
La fase de grupos continúa con victorias cómodas frente una Georgia ya emergente y Namibia, resueltas desde la delantera, el dominio territorial y la disciplina. El punto culminante del grupo llega en París, en el Parque de los Príncipes, frente a Irlanda. Una Irlanda, la de Eddie O`Sullivan, que ya mostraba ciertos síntomas de agotamiento del modelo que lo había devuelto a lo más alto con el Seis Naciones de 2004 como colofón a un principio del siglo XXI en el que había vuelto por sus fueros al más alto nivel mundial. Pese a contar con leyendas de la talla de O`Driscoll, O`Gara, Hayes, O`Conell, Stringer, Horgan o Hickie, en una tarde memorable, Juan Martín Hernández destapa el tarro de las esencias y se viste de Hugo Porta, gobernando el partido desde la apertura con una actuación magistral al pie, en la gestión del ritmo y en la toma de decisiones. Argentina vence con autoridad y certifica el pase a cuartos como primera de grupo. Después de la salida de O`Sullivan, al año siguiente, Irlanda iniciará una revolución estructural de la mano de Declan Kidney primero y Joe Schmidt después, con David Nucifora siempre en la sombra, para volver a la cúspide del rugby mundial.
En cuartos de final, ante Escocia, llega uno de los partidos más duros del torneo. Es un encuentro áspero, físico y de desgaste, donde Argentina impone su esencia histórica: melé sólida, maul dominante, placaje feroz y control del territorio. Los Pumas se imponen desde el orden, la fiabilidad y el carácter, demostrando que su modelo no solo es reconocible, sino plenamente fiable en eliminatorias. Aquella tarde en el Stade de France, y como hemos dicho, no sin esfuerzo y sufrimiento, Argentina se impone a una Escocia guiada por el pie De Chris Patterson y Dan Parks, la intensidad de los hermanos Lamont en ¾ o la calidad de una tercera línea de primer orden formada por Al Hogg, Simon Taylor y Jason White
La semifinal frente a Sudáfrica marca el límite competitivo. Los Springboks de John Smit, Os Du Randt, Victor Matfield, Bakkies Botha, Schalk Burger, François Steyn, Bryan Habana, Jacque Fourie o Percy Montgomery entre otros, guiados por la brújula de uno de los mejores nueves del rugby moderno como Fourie Du Preez, conforman una selección prácticamente inabordable en aquel Mundial. Sudáfrica impone su potencia física, su profundidad de plantilla y su contundencia en el contacto, y Argentina no puede sostener el pulso durante ochenta minutos.
El cierre, sin embargo, es perfecto. En el partido por el tercer puesto, Argentina vuelve a derrotar a Francia, esta vez con claridad y autoridad, sellando el bronce mundial y una de las actuaciones más memorables de una selección fuera del núcleo tradicional del rugby internacional. Aquel día los Pumas se desmelenaron y no cargaron tanto juego al pie, jugando con la habitual dureza delante, pero dando muchos pases y apareciendo en apoyo por todos los lados para mantener vivo el balón. Fue una despedida de muchos quilates.
Este Mundial consagra a un grupo de jugadores en plena madurez. En la primera línea, Mario Ledesma, Rodrigo Roncero y Martín Scelzo alcanzan su mejor versión y su status de primeras líneas de referencia en Top14, En Clermont Ledesma y Scelzo y en Stade Francais Roncero, acompañados por el último gran do de pecho de Omar Hasan, y con el apoyo firme de un joven Marcos Ayerza, que ya en 2007 empieza a asomar como pilar de futuro y que acabaría siendo una referencia durante muchos años posteriores tanto en los Pumas como en su larga carrera en Leicester Tigers. Es una primera línea dominante, fiable en melé cerrada y decisiva para sostener el plan de partido basado en el desgaste y el control territorial.
La segunda línea es una de las grandes fortalezas del equipo: una cúpula monumental formada por Patricio Albacete(Toulouse), Rimas Álvarez (Perpginan) y Nacho Fernández Lobbe(Sale Sharks), dominante en el juego aéreo, el maul y el trabajo invisible que marca el tono físico de los partidos. Hay que destacar que la segunda línea, al igual que la primera, está formada y liderada por jugadores indiscutibles en los mejores clubs europeos del momento
La tercera línea incansable es otro de los sellos del torneo. Lucas Ostiglia(Agen) y Gonzalo Longo(SIC pero vuelto tras siete años en Francia) representan el esfuerzo continuo, la fiabilidad y el trabajo oscuro, mientras que Juan Martín Fernández Lobbe(Sale Sharks, pareja con su hermano) aporta energía, movilidad y agresividad competitiva. A ese bloque se suma la irrupción de Juan Manuel Leguizamón, en aquel entonces despuntando en London Irish, que ya en 2007 deja claro su potencial: potencia, ruptura, ritmo alto y una presencia constante en ambos lados del balón.
Todo el equipo está guiado desde el medio melé por un Agustín Pichot crepuscular, pero todavía director absoluto de la orquesta tanto en Argentina como en Stade Francais, capaz de gestionar tempos, emociones y momentos clave. Detrás, la magia de Juan Martín Hernández como eje total del juego, la solidez y el talento de los hermanos Contepomi en el centro del campo y Nani Corleto cerrando desde el fondo. Destacar que en el momento del mundial, al igual que muchos delanteros, gente como Corleto, Pichot o Hérnandez eran piezas clave en Stade Francais en Top14, y Felipe Contepomi era piedra angular de la ¾ de Leinster.
En los tres cuartos, más allá de los nombres principales, Argentina dispone de un grupo de secundarios de enorme fiabilidad, que aportan cohesión, continuidad y oficio: Lucas Borges, por entonces en Treviso, Horacio Agulla, por aquel entonces jugador de Hindú pero que usó el mundial como trampolín para una larga carrera en Europa ,el triste y dramáticamente fallecido Federico Martín Aramburu y el prometedor Gonzalo Tiesi, entre otros. No son simples suplentes, sino piezas perfectamente integradas en un bloque reconocible, capaces de mantener el nivel competitivo y la identidad del equipo cuando les toca intervenir.
El banquillo, profundo y fiable, completa el cuadro con nombres como Federico Todeschini, casi inédito en el mundial por preferir Loffreda a Hernández o Contepomi como relevo del Mago, pero importante en el ciclo mundialista, Alberto Vernet Basualdo, Esteban Lozada, Martín Durand o los hermanos Fernández Miranda, sosteniendo el rendimiento sin que el equipo pierda forma ni carácter.
En definitiva, Argentina alcanza en 2007 el cénit del viejo y clásico rugby argentino: delantera dominante, maul, melé, control territorial usando el pie para cargar balones en campo contrario, juego duro, defensa feroz y una gestión del partido casi perfecta. Loffreda no rompe con la tradición: la ordena, la refuerza y la lleva a su máxima expresión posible. A partir de aquí, el rugby argentino evolucionará y buscará nuevos caminos, pero nunca volverá a ser exactamente esto.
Argentina alcanza su techo competitivo justo en el mundial en el que el viejo rugby alcanza su apogeo y su final . La profesionalización eleva el físico y la defensa hasta un punto en el que el juego se atasca y abusa del pie hasta límites insospechados, necesitando una vuelta de tuerca, una profunda revisión, que vendrá comandada desde Nueva Zelanda , con el Super Rugby como laboratorio de pruebas y por la terna Henry-Hansen-Smith y que cambiará el rugby para siempre y lo conducirá hasta lo que vemos hoy en día.
Texto: Víctor García / Fotos: Archivos con origen en FB, La Nación, WR, UAR




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