España vuelve a morir en la orilla tras 60 minutos de muy alto nivel
España cayó 33–41 en el último partido de la que quizá sea la ventana de noviembre más exigente de los últimos años, un encuentro en el que el XV del León supo amoldarse al caos fiyiano, maximizó casi todas sus posesiones y, salvo pequeñas excepciones, evitó errores no forzados que el rival suele convertir en contraataques letales. España llegó a los últimos quince minutos doce puntos arriba y se mantuvo por delante hasta el minuto 73. Durante gran parte del partido consiguió minimizar la circulación de balón hacia los canales exteriores, que es uno de los principales focos de daño de Fiyi, y desempeñó un rugby ordenado, valiente y muy disciplinado. Pero, pese a todo ese esfuerzo, no supo cerrar el encuentro en los minutos decisivos y terminó sucumbiendo ante una selección cuya capacidad física y explosividad castigan cualquier detalle.
Cuando España necesitó cerrar el juego, lo hizo bien: maximizó el pick-and-go, conservó el balón en la 22 rival, concentró defensores y castigó con inteligencia, incluso aprovechando errores de manejo fiyianos como en el ensayo de Laforga. Pero también sufrió ante jugadores casi indefendibles como Jiuta Wainiqolo, cuya aceleración, potencia y carrera lateral generaron muchos problemas. Y sufrió especialmente cuando Elia Canakaivata se descolgó desde la tercera línea: cada vez que apareció sobre la línea de 5 metros rompió el sistema, generó un ensayo directo y regaló otro a Kurivoli, un jugador difícil de defender en canales exteriores. España fortaleció sus estructuras durante más de una hora y tuvo momentos de control real, pero el desgaste acumulado terminó por hacer mella en un partido de máxima exigencia.
Contextualización: contra quiénes nos medimos realmente
Para entender bien el mérito de España, es imprescindible contextualizar quiénes eran los jugadores que nos generaron ensayos o rupturas, porque no son perfiles estándar del Tier 2: son jugadores de un nivel físico y técnico extraordinario, que marcan diferencias incluso en el rugby profesional.
Simone Kurivoli es un medio melé de los más peligrosos del Pacífico, un jugador que actúa como acelerador permanente del ritmo fiyiano. Tiene una lectura excepcional del caos, aparece siempre en apoyo interior, juega muy bien a dos tiempos (espera, engancha,recibe) y es peligrosísimo cuando los delanteros generan media ruptura. Es exactamente el tipo de jugador que, si la defensa se descoordina un segundo, convierte una continuidad en ensayo. Que España lo controlase durante tantos minutos tiene mucho mérito.
Jiuta Wainiqolo es uno de los finalizadores más explosivos del rugby mundial. Es un jugador con una aceleración brutal, cambios de pie imposibles y una capacidad para romper placajes que no está al alcance de casi ningún jugador europeo. Incluso en el Top 14 francés es considerado un jugador capaz de desarmar sistemas defensivos por sí mismo. El ensayo que nos hace nace de una pérdida mínima en el ruck: es decir, la típica situación en la que Fiyi te castiga con un jugador de este perfil. Controlarlo durante gran parte del partido ya es, en sí mismo, un éxito defensivo.
Elia Canakaivata es directamente uno de los delanteros más difíciles de defender del rugby contemporáneo. Es un tercera línea que juega como un centro: acelera como un tres cuartos, tiene evasión de 13 y capacidad de impacto de flanker pesado. Se descuelga del maul hacia los últimos cinco metros como si fuera un segundo receptor, aparece en apoyos cortos como si fuese un 12 y tiene un timing para romper que muy pocos delanteros en el mundo poseen. Cada vez que se situó sobre la línea de 5 metros, generó peligro real. Es, probablemente, el perfil más indefendible del Fiyi actual en espacios cortos.
En resumen: los tres jugadores que lograron romper a España en momentos puntuales no son jugadores “normales”, sino tres armas ofensivas de altísimo nivel internacional, capaces de desactivar defensas perfectamente organizadas. Y aun así, España los neutralizó durante más de una hora, evitando que Fiyi encontrara sus escenarios favoritos: caos, continuidad, ruptura de primera fase y desajustes tras contacto.
Sesenta minutos de orden y agresividad, catorce de supervivencia
España defendió durante más de una hora a un nivel altísimo, hasta el punto de que, hasta el minuto 66, solo había concedido tres ensayos, y todos ellos derivados de acciones muy puntuales más que de un dominio sostenido de Fiyi. El primero llega tras una patada cruzada de Armstrong Ravula sobre la línea de 5 metros, donde Elia Canakaivata, descolgándose desde la tercera línea, ataca un emparejamiento imposible y finaliza. El segundo es el de Jiuta Wainiqolo, que nace de una pérdida española en el ruck castigada por Sireli Maqala: Fiyi activa al instante su identidad más pura, dos o tres pases en descarga sin transición, y Wainiqolo se va de tres defensores y ensaya. El tercero lo anota Simone Kurivoli tras una larga secuencia de fases en la que, de nuevo, Canakaivata se descolgó sobre la línea de 5, rompió la primera cortina defensiva española y habilitó al medio melé en continuidad.
Pero lo realmente importante es que, salvo estas tres acciones puntuales, España no dejó jugar a Fiyi a lo que Fiyi quiere jugar, que es probablemente uno de los mayores méritos defensivos posibles frente a esta selección. Hay equipos de enorme nivel —Irlanda, Francia, Sudáfrica, Inglaterra— que dominan a Fiyi obligándoles a jugar estructurado, a construir fases, a ordenar sus apoyos y a pensar antes de atacar. España estuvo a ese nivel de planteamiento durante más de una hora: no sucumbió ante su poderío físico, no abrió puertas, no concedió metros gratuitos y no les dio ese primer quiebre que necesitan para activar su caos característico. Fiyi vive de convertir cualquier intervalo en una ruptura de 5 metros. Que España obligara a los fiyianos a entrar en secuencias largas, incómodas para ellos, donde su rugby pierde filo, habla de un nivel altísimo de scouting, lectura y ejecución.
La agresividad en el placaje fue óptima, la intensidad en el contacto altísima, la subida en presión homogénea y sin huecos, y además hubo un gran trabajo de ralentización del ruck, cerrando espacios cercanos al punto de encuentro y negando salidas rápidas. Mientras España mantuvo esa subida compacta, la defensa fue impecable: apenas rompieron en estático, los placajes fueron bajos y duros, se cerraron muy bien los offloads y se obligó a Fiyi a construir fases en lugar de activar su rugby instintivo de continuidad. Hubo un desajuste temprano en un ruck, cuando, tras una limpieza del segunda fiyiano, el sniping runner (el jugador que sale desde el borde del ruck aprovechando un hueco) salió completamente solo porque la cortina española ya estaba recolocada. Pero fue la excepción.
La ruptura llegó al final. A partir del 65–66, España cedió demasiada posesión y ya no mantuvo la misma nitidez defensiva: la primera línea llegó castigada, acumulando demasiados minutos, perdiendo impacto en el contacto y tardando más en la subida. Y probablemente pesó haber apurado tanto la permanencia de la primera línea titular, obligando a la segunda unidad a entrar en un tramo del partido extremadamente rápido y exigente, sin adaptación previa. Ese desfase les impidió sostener cargas sucesivas dentro de la 22 y permitió que Fiyi, con ritmo y potencia, encontrara los huecos que antes no existían. En los catorce minutos finales llegaron dos ensayos decisivos: uno tras múltiples cargas cerca de zona de marca y otro tras una patada de Ravula a la espalda de la cortina defensiva. Es un cierre cruel para una defensa de notable alto.

Ataque: un plan inteligente para no exponerse y castigar cuando tocaba
En ataque, España eligió un plan inteligente desde el primer minuto: salir al pie en campo propio, usar con frecuencia el juego aéreo disputable y evitar un exceso de juego a la mano en campo medio que solo hubiera alimentado el contraataque fiyiano. El objetivo era doble: ganar territorio sin arriesgar y obligar a Fiyi a jugar secuencias estructuradas, algo que no forma parte de su ADN. Las patadas contestables servían para disputar recepciones, minimizar errores propios y desactivar el caos fiyiano.
Aun así, cuando España decidió jugar a la mano, lo hizo con criterio y con calidad. Un buen ejemplo es la acción combinada de Futeu y Bontempo en campo rival. Tras una secuencia de delanteros que amenazaba contacto frontal, Futeu recibe en corto, fija a su defensor y, en vez de cargar, suelta un pull-back pass perfecto hacia la segunda cortina. Esa pequeña variación rompe la previsibilidad del patrón de delanteros y provoca un microdesajuste de presión en la línea fiyiana, que reacciona al amago de impacto y pierde medio metro en su recolocación. En cuanto el balón cae en las manos de Bontempo, este detecta al instante que el ala rival llega tarde; sin dudar, perfila una patada cruzada larga, que cae precisa para Laforga, totalmente en ventaja. Laforga llega fuerte, presiona, recibe y avanza muchos metros en una acción de enorme mérito, que ilustra tanto la lectura del staff como la de los propios jugadores: variar ritmo, forzar la reacción defensiva y castigar el espacio antes de que Fiyi pueda reorganizarse.
La otra gran acción ofensiva llega en el ensayo de Laforga. Tras un touch maul frenado casi sobre la línea, España encadena varias fases de pick-and-go que comprimen a toda la defensa fiyiana. En ese momento, Tani Bay detecta que Fiyi bascula con todo hacia el lado abierto y mete un pase tenso de diez metros para habilitar a Laforga, que había quedado anclado al ala completamente solo. Es una acción preciosa, inteligentísima, muy bien leída y ejecutada.
En definitiva, España supo cuándo usar el pie y cuándo jugar a la mano, cuándo acelerar y cuándo conservar, evitando regalarle a Fiyi un balón limpio que pudiera convertirse en caos. Fue un ataque gestionado con cabeza en un partido donde no había margen para errores ni para ofrecer oportunidades baratas.
John Wessel Bell: una pieza que aún no tiene relevo
La figura de John Wessel Bell se entiende mejor cuando se analiza lo que su presencia permite hacer al equipo. No tenemos otro zaguero igual en España. Bell sigue siendo un jugador de élite en el juego aéreo: lectura del vuelo del balón, potencia de salto, carrera económica y precisión en recepciones bajo presión. En partidos como este, donde el uso del pie es fundamental y donde el error propio se paga con un ensayo, necesitas un zaguero que convierta un contestable en un balón neutral o favorable, no en un contraataque mortal.
España tiene zagueros jóvenes y versátiles —Beltrán Ortega, Richardis, Carmona, Laforga bajando a estructuras—, pero ninguno domina el juego aéreo con la consistencia con la que lo hace Bell. En contextos donde España domina la posesión y marca el ritmo, se puede usar al zaguero como segunda apertura o generador de superioridades. Pero en un partido tan físico, tan largo y tan exigente como este, necesitas alguien que asegure el aire, que estabilice cada patada y que sostenga el plan. Bell lo hace. Puede que ya no tenga la explosividad de hace años en el 1 contra 1, pero sigue siendo una pieza clave para que el engranaje funcione, porque sin él el plan de partido —basado en patada contestable, presión alta y ritmo controlado— pierde estabilidad.
Fases estáticas: de la brillantez al funcionalismo necesario
En fases estáticas hemos visto un planteamiento mucho más funcional que brillante, y no por falta de recursos, sino por pura adaptación al contexto. Veníamos de analizar con Iberians sistemas de lanzamiento mucho más ricos, con más variantes, más uso de canales interiores y exteriores, más secuencias de envío y más combinaciones diseñadas para generar desequilibrios desde la Touch y desde la melé. Pero esta ventana de noviembre ha sido un escenario completamente distinto: tres partidos de una exigencia máxima, donde cualquier riesgo innecesario podía traducirse en pérdidas y, contra selecciones como Irlanda A, Inglaterra A o Fiyi, una pérdida en Touch o en melé suele significar ensayo en contra en dos fases.
Aun así, contra Fiyi sí vimos una muy buena acción en Touch en campo rival: una plataforma limpia, un lanzamiento preciso y un relanzamiento por canal 2 excelente, que ganó muchos metros y permitió construir desde una situación ventajosa. Pero, más allá de momentos puntuales como ese, la tónica general ha sido conservación y mínima exposición al error. España ha priorizado garantizar la plataforma antes que buscar la jugada elaborada: ganar la Touch, asegurar la caída, proteger el balón y construir desde ahí, incluso aunque eso significara renunciar a parte de la riqueza táctica que se está trabajando con Iberians.
Todo apunta a que en el REC y en la segunda fase de la Rugby Europe Super Cup —cuando el contexto sea menos físicamente extremo y la toma de decisiones tenga un segundo más de oxígeno— veremos mucha más variedad, mucha más estrategia desde el lanzamiento y un juego más próximo a lo que se está desarrollando con Iberians. Ahora tocaba ser funcionales, y España lo ha sido: porcentajes altísimos de éxito, mucha seguridad, pocas pérdidas y un uso pragmático del balón. Hemos pasado de la brillantez a la funcionalidad por necesidad, y lo esencial es que el equipo fue eficaz en ese registro.
Gestión de cambios en la delantera
Si hay un aspecto claramente mejorable en esta ventana, es la gestión de los cambios en la delantera, especialmente en la primera línea. Hemos dependido —porque además han rendido a un nivel altísimo— de jugadores como Merkler, Álvaro García, Zabala, Titi, Ovejero y Pirlet, que han sostenido durante muchos minutos el nivel físico y la estabilidad del equipo. Pero precisamente por ser tan buenos y tan fiables, hemos tendido a estirarles demasiado las cargas, y eso se notó en los finales de partido contra Inglaterra A y, como lo tenemos más fresco en la retina, contra Fiyi, donde Ovejero y Pirlet terminaron jugando 65–70 minutos, un volumen enorme para primeras líneas en un partido de tanta exigencia física, ritmo y número de impactos. El resto de los cambios han estado dentro de los parámetros lógicos: los flankers han rotado a tiempos razonables, los segundas han tenido tramos equilibrados y la rotación de tres cuartos ha sido coherente. El problema se ha concentrado casi exclusivamente en la primera línea, que en el rugby actual no está diseñada para sostener sesenta y cinco minutos a este nivel.
Cuando una primera línea acumula ese volumen de minutos, pierde agresividad, pierde claridad en el contacto y baja la solidez en melé. No es falta de actitud, es fisiología. Por eso, en el rugby de primer nivel, las primeras líneas suelen jugar entre 45 y 55 minutos reales. Y aquí aparece un matiz clave: no solo se trata de que la segunda unidad entre antes, sino de que sus minutos se solapen con la entrada de la primera línea refrescada del rival. Si tú cambias en el 68 y el rival lo ha hecho en el 50, entras en desventaja desde todos los ángulos: pierdes puntos de contacto, pierdes concentración táctica y pierdes la lectura del patrón de juego de unos delanteros que ya llevan quince minutos adaptados al ritmo del partido. Ese desfase te obliga a sobrevivir, no a competir.
Por eso, lo necesario no es que los titulares “lleguen frescos al final”, sino que puedan vaciarse de verdad en los arranques de las segundas partes, del 40 al 55, sabiendo que hay rotación real detrás. Y que la segunda unidad entre cuando todavía hay partido, cuando el ritmo aún no es inabarcable y cuando pueden influir en el juego y adaptarse al tono del encuentro. Solo así se evita que los titulares lleguen exhaustos al minuto sesenta y que los suplentes tengan que saltar en frío al tramo más violento del partido.
En resumen, la primera línea ha rendido a un nivel sobresaliente, pero ha cargado con demasiados minutos en partidos de máxima exigencia. Ajustar la gestión de estos cambios —entradas más tempranas, solapamiento real con las rotaciones rivales y reparto funcional del esfuerzo— hará que el equipo gane consistencia inmediata y que perfiles como Merkler, Zabala, Álvaro, Ovejero y Pirlet puedan explotar su nivel donde realmente importa.
Profundidad de plantilla y valor real de las convocatorias
Uno de los aspectos más positivos de esta ventana —y quizá uno de los menos comentados— es la sensación de que el rendimiento del equipo está cada vez menos condicionado por los nombres concretos que haya en la convocatoria. Es evidente que contar con ejecutores “top”, jugadores de alto nivel europeo o con experiencia en contextos profesionales, te da un plus. Pero lo verdaderamente significativo es que el nivel medio del grupo ha subido de forma muy clara, que el suelo competitivo es cada vez más alto y que España ya no depende de tres o cuatro individualidades para sostener el ritmo de partidos de este calibre.
Esto se explica porque la preparación física y el proyecto Iberians van completamente de la mano. En realidad, son la misma cosa: Iberians ha profesionalizado hábitos, ha elevado cargas de trabajo, ha introducido ritmos competitivos y ha generado un entorno donde el jugador español se entrena, se estructura y compite como en un sistema profesional. Los avances físicos del grupo no se entienden sin Iberians, y el funcionamiento de Iberians tampoco tendría sentido sin la evolución física del jugador español. La mejora en la ocupación del espacio, en la calidad del contacto, en la velocidad de subida defensiva y en la lectura colectiva nace directamente de ahí.
A esto se suma la creciente presencia de jugadores españoles en Francia, ya no solo en ProD2, Nationale o Espoirs, sino también en Top 14, algo impensable hace unos años. Este ecosistema ha elevado la exigencia diaria de muchos de nuestros jugadores, que llegan a la selección con un bagaje táctico y físico mucho más alto. Y aunque todos quisiéramos tenerlos siempre disponibles, es evidente que no siempre puede ser; pero lo importante es que, incluso con rotaciones y ausencias, España no se resiente, algo completamente nuevo en nuestra historia reciente.
Esta ventana lo demuestra: el equipo ha funcionado como bloque, no como suma de presencias o ausencias puntuales. Ha sostenido el ritmo contra selecciones que exigen muchísimo más de lo que históricamente habíamos enfrentado, ha minimizado errores y ha competido desde una coherencia y una solidez muy poco habituales en ventanas anteriores. El REC será el contexto ideal para medir todo esto con más calma, porque ahí sí habrá más partidos seguidos para valorar, con más continuidad de jugadores Iberians y con un plan pensado para tener más posesión y asumir algo más de riesgo.
En definitiva, por encima de quién esté o no esté en cada convocatoria, lo que distingue hoy a esta selección es que el suelo competitivo ha subido. Hay más jugadores capaces de rendir a este nivel, hay una estructura que sostiene el juego y hay un proyecto —Iberians— que está empezando a aflorar y que a medio plazo será decisivo. Ese es el verdadero cambio estructural del rugby español.
Valoración final de la ventana de noviembre
La ventana de noviembre que acaba de completar España es, con diferencia, la más exigente que hemos afrontado jamás. A todos los niveles: técnico, táctico, físico, de ritmo competitivo, de nivel de los rivales y de capacidad de adaptación. Incluso supera —y de largo— la gira por Oceanía del año pasado, que en su momento ya consideramos un punto de inflexión. Aquí, sin embargo, el salto ha sido mayor porque el equipo ha tenido que crecer desde la simpleza, desde la toma de decisiones coherente y desde un plan de partido lógico que nos ha permitido hacer competitivos dos de los tres encuentros ante equipos que, sobre el papel, están en otra esfera. Y esa es precisamente la parte más meritoria: que España consiguió que la guerra fuese la nuestra.
El partido contra Irlanda A nos pilló. No se podía hacer un scouting realista porque era una selección sin precedentes, prácticamente sin referencias más allá del nivel individual de sus peones, y ese choque inicial sirvió más como impacto que como declaración de intenciones. Fue, en cierto modo, el golpe necesario para construir los otros dos partidos. Contra Irlanda A pecamos de falta de información, pero lo corregimos rápidamente. En los encuentros posteriores, España mostró una capacidad extraordinaria para adaptarse a los conceptos rivales, minimizar su juego y maximizar el propio, entendiendo dónde había que arriesgar y dónde no.
Contra Inglaterra A, en Valladolid, el equipo ya mostraba otra estabilidad: cargó muy bien el juego al pie, gestionó con inteligencia las posesiones y, salvo los balones que se caían en el contacto bajo el diluvio, limitó muchísimo los errores propios. Y contra Fiyi, probablemente el rival más imprevisible y explosivo de todos, España firmó una actuación de enorme madurez táctica: se amoldó al rival, supo cuándo acelerar, cuándo conservar, cuándo usar el pie y cuándo jugar a la mano. Y, sobre todo, no se desorganizó casi nunca, que es quizá el mayor elogio que se le puede hacer a un equipo que se enfrenta a una selección que vive precisamente de desorganizarte.
Lo que más destaca de esta ventana es la capacidad de adaptación. España ha entendido perfectamente qué podía hacer y qué no debía intentar. No ha confundido coherencia con conservadurismo: no hemos sido rácanos, hemos sido sensatos. Hemos jugado desde donde podíamos crecer, desde la lectura del partido, desde la minimización del error y desde la maximización de las posesiones, que contra estos rivales vale oro. La gestión del juego al pie, el ritmo defensivo, la estabilidad en fases estáticas —funcionales más que brillantes— y la concentración constante han permitido competir de tú a tú con equipos repletos de jugadores de élite.
A nivel físico, el rendimiento ha sido altísimo. A nivel mental, aún más. Y en cuanto al talento rival, no se puede pedir una vara de medir más clara: Irlanda A reunió jugadores de un potencial extraordinario; Inglaterra A presentó una plantilla llena de los mejores jóvenes de la Premiership; y Fiyi alineó un equipo más fuerte y más estructurado que en visitas anteriores. Y aun así, España no solo compitió: en tramos muy largos igualó, mandó y controló.
La valoración es muy positiva. No por el marcador final, sino por la identidad que se ha consolidado, por la madurez competitiva mostrada y por el camino que se abre hacia el REC y la segunda fase de la Super Cup. Esta ventana no es un techo: es un suelo desde el que construir. Y es un suelo mucho más alto del que teníamos hace un año.
Texto: Víctor García / Fotografía: Javier Alonso, Álvaro Cabrera, RFER


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