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El final de un largo viaje

 


El largo viaje a Ítaca del rugby español concluyó el pasado domingo, entorno a las cuatro de la tarde, a orillas del lago Neuchatel, en la pequeña localidad de Yberdon Les Bains. Ha sido un viaje largo, lleno de aventuras y desventuras, en el que nuestro rugby ha caído en mil trampas, propias y ajenas, levantándose y curando las heridas en infinidad de ocasiones, hasta alcanzar un objetivo que se había tornado en obsesivo, no ya solo por lo necesario para intentar darle un impulso a nuestro deporte, sino por haberlo tenido entre nuestras manos y haber visto como se escapaba por dos veces debido a una dolorosa y sangrante asimetría entre lo demostrado en el campo y lo perpetrado en los despachos.

En el imaginario colectivo del planeta oval español se había construido millones de veces este momento. Soñábamos con un Central abarrotado (siempre El Central, por mucho que se intente huir de él) en el que pasábamos por encima de nuestro enemigo íntimo rumano , o en el que doblegábamos a la máquina de jugar por fuera portuguesa, o ya rizando el rizo, en el que derribábamos, tras un esfuerzo titánico, al hasta hoy inabordable muro georgiano. Estaba claro que todo lo que no fuera lograrlo de ese modo corría el peligro de sabernos a poco.

El destino, siempre caprichoso, y más si depende de World Rugby, nos deparó un escenario completamente distinto. El órgano que por dos veces certificó nuestras miserias administrativas ampliaba el mundial de 20 a 24 equipos y otorgaba 4 plazas directas entre los participantes del REC. Posteriormente, acotaba la fase de clasificación al REC 2025, por lo que ponía el objetivo a tiro de dos victorias que nos dieran como mínimo la segunda plaza del grupo. 

Ante esta coyuntura, y dejando a un lado a la hasta ahora inabordable Georgia, aparecían en el horizonte dos partidos: El primero, el verdaderamente marcado con la X, ante la pujante Países Bajos en casa, y el segundo, ante la debutante y presumiblemente débil e inexperta Suiza. Dos escenarios lejos del lustre de  batallas pretéritas contra rusos, rumanos, portugueses o georgianos, pero dos escenarios que había que abordar, en los que había que dominar las emociones e imponer nuestro  rugby para alcanzar el objetivo por el que soñaron, pelearon, padecieron y lloraron varias generaciones de jugadores, preparadores y aficionados.

Tras solventar, sin excesivo brillo, pero sí con mucha solvencia, el primer día D frente a esa Países Bajos a la que durante este último año se llegó, fruto del vértigo ante un nuevo clasificatorio, a ver como la reencarnación de los mejores Springbook, el horizonte nos llevaba a Suiza, una selección que venía de encajar un contundente 110-0 frente a la apisonadora georgiana en su debut en el torneo.

La verdad es que el choque contra los helvéticos no era fácil de jugar pese a que un porcentaje casi obsceno de nosotros daba la victoria por hecha antes de saltar al campo. El vértigo de saberse a las puertas del sueño mundialista  constituía, a priori,  el obstáculo principal a superar para derribar la puerta contra la que llevábamos estampando  26 años nuestras narices. Un grupo predominantemente joven y sin excesiva experiencia en partidos críticos tenía que hacerle un hueco en su mochila el pasado domingo a dos décadas de desilusiones, rabia y frustraciones. Era un lastre muy pesado, porque se sumaba a la ya de por sí altísima carga emocional que suponía para el XV del León saber que se estaba a ochenta minutos de alcanzar el sueño de participar en el mayor acontecimiento del rugby mundial.

Y la verdad es que todos los factores emocionales pesaron mucho en el grupo. El partido fue horrible. Como recalcaba Bouza, el peor desde que se hizo cargo del combinado nacional. Un choque carente de ritmo, lleno de errores de manejo, de infracciones en el suelo y de la tensión competitiva mínima por parte de los nuestros. Enfrente, un equipo voluntarioso pero sin conjuntar, que realizaba un rugby primario, propio de décadas atrás, pero que llegó a poner en poner en aprietos a los nuestros durante bastantes fases del choque. Solo nuestra superioridad física y técnica nos valió para llevarnos el partido. 

Se vieron algunos ensayos como los que muchos vemos en nuestros partidos de liga regional todos los fines de semana: el apertura entrando por una autopista sin defensores por su canal para fijar y pasar al 3  que andaba suelto por ahí, pases casi sin mirar que eliminaban a cuatro contrarios para que ensayáramos solos en el ala, coladas desde nuestra 22 rompiendo cortinas con un par de contrapiés hasta su zona de ensayo….. Por no hablar de nuestros placajes blanditos y al aire, de nuestras tiradas al suelo por cualquier ángulo o de nuestra actitud tan poco beligerante en los rucks. Basta ver la efusividad con la que celebraron los suizos su única marca para ver el nivel deportivo real de lo que había enfrente.

Llegamos a pasar un momento de desconcierto, en el que los viejos fantasmas volvieron tímidamente, sabedores de que su hueco en nuestras cabezas estaba a punto de ser ocupado por otros recuerdos más dulces. Con 13-28, Suiza se vino arriba y durante unos minutos generó un juego bullicioso para el que no estábamos preparados . Pero duró poco. Afortunadamente Bay hizo de Bay y se coló por el pie de la melé para ahuyentar cualquier tipo de duda sobre el desenlace final. La marca del 9 de Burgos sirvió para que España hiciera un poco de España y se jugaron los que quizá fueron los minutos más decentes del partido, que se cerró con una más que necesaria justicia poética.  Y además por partida doble. Fue el eterno Feta, superviviente del anterior clasificatorio, y eterno número 24 en muchas convocatorias de los últimos años, el que puso el epílogo al partido y a nuestro clasificatorio.

Fue un despropósito de partido, sí, pero fue nuestro despropósito. Había que jugarlo y vencer nuestros numerosos fantasmas para ganarlo. Y lo hicimos. Por fin pudimos cerrar el círculo que se  abrió con el pitido final de aquel Escocia 48 -España 0 de Murrayfield el 16 de octubre de 1999.  Los más viejos del lugar por fin podremos hacerle hueco en nuestra memoria a nuevas imágenes que convivan con la de aquellos pioneros escuchando el himno nacional en un Murrayfield casi vacío con la vieja camiseta Westport con las dos franjas, amarilla y azul y con el logo del mundial en el pecho.

Ya esta semana, seguro que Bouza repasa la esta vez interminable libreta con los errores cometidos, pero lo hará desde la tranquilidad del deber cumplido y con la gran fortuna de poder empezar a pensar, señoras y señores, en el Mundial de Australia 2027. 

 

Texto: Víctor López / Fotografía: Doddsiephoto

 

 

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